Las bienaventuranzas que el Evangelio nos presenta este domingo (Lc 6,17,20-26) constituyen el ideal de la vida cristiana y son el autorretrato del Corazón de Jesús. Ellas nos muestran cuál ha de ser la fisonomía del hombre si quiere pertenecer al Reino de Dios.
Las tres primeras Bienaventuranzas, que se consideran sinónimas: «Pobreza», «hambre» y «dolor» (= lágrimas) equivalen a «la cruz de cada día» y definen la situación normal del «discípulo».
En un mundo dominado por la indiferencia, la ambición y el egoísmo, Jesús propone a sus discípulos un ideal de vida totalmente contrario y trastoca la valoración de las cosas. No son los ricos, los que están saciados, los que ríen y triunfan en este mundo los que son proclamados dichosos en el Reino de Dios. Sino los pobres. Jesús mismo fue uno de ellos, vivió como pobre en medio de los pobres y demostró sentirse feliz. Seguro de su experiencia, pudo llamar infelices a los que no tienen otro afán que los bienes materiales, la saciedad del placer y la insolencia.
La novedad del Evangelio
Los discípulos podrán vivir este ideal no porque cuentan con sus propias fuerzas, sino porque cuentan con la misericordia de Dios que transforma sus corazones y les permite amar como Cristo ama. Ésta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido, porque cambia los corazones.
Pero ¿por qué Cristo proclama bienaventurados, dichosos a los pobres? Evidentemente la pobreza, el hambre o el dolor no son un bien en sí mismos, ni tampoco el mero hecho de ser pobre o estar enfermo me da derecho a entrar en el Cielo. No, más bien son estados que hemos de tratar de superar.
En realidad, lo que Cristo alaba es la actitud del corazón que sabe aceptar esas situaciones de privación y sufrimiento con confianza en nuestro Padre Dios, que todo lo permite para nuestro bien. Estas situaciones, donde experimentamos nuestra impotencia, nuestro no poder más, nos hacen recurrir, buscar ayuda en el Señor.
El pobre, el hambriento, el que llora o es odiado, es llamado dichoso porque, al no tener seguridades humanas, pone toda su confianza en el Señor, que no defrauda. Dios entonces se convierte en su ayuda, en su fuerza, en su Salvador.
Por contraste el Señor opone la desdicha de los «ricos», «hartos» y «satisfechos». Son los que limitan su preocupación al orden temporal sin pensar en lo eterno; se niegan a ayudar a sus hermanos más necesitados o los ignoran y olvidan su dependencia de Dios.
En las manos de Dios
Mientras que el mundo llama a estos hombres felices, triunfadores, Jesús se lamenta y dice: ¡Ay de los ricos! ¿Por qué? Porque ponen su seguridad en su riqueza, en sus posesiones, en sus triunfos humanos; es decir, porque confían en sí y en sus cosas, y no en Dios. Cuando se pone la confianza en las cosas humanas, más tarde o más temprano, acaban en fracaso seguro. El que se basta a sí mismo es incapaz de pedir ayuda.
Las bienaventuranzas nos llevan a poner toda nuestra vida en las manos de Dios. Quien las vive está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar la vida o el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad.
Así vivió María, como bien lo cantó en el Magníficat: «A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53). Ella, la primera en vivir las bienaventuranzas, sabe que las riquezas empobrecen al hombre y le impiden experimentar la inmensa dicha de poseer sólo a Dios. Ella, pobre de corazón, solo se apoyaba en Dios, en el Dios siempre fiel. En el Dios que promete la salvación y que la opera. En el Dios que auxilia a quien en Él confía. Por ello, es bienaventurada, porque pudo experimentar el supremo gozo de ver cumplidas todas las promesas de Dios. Que María nos alcance la gracia de vivir de corazón las bienaventuranzas, abandonados plenamente en el amor de nuestro Padre Dios.