En el Sermón de las Bienaventuranzas, que meditamos este domingo (Mt 5, 1-12), Nuestro Señor traza un perfecto programa de vida cristiana. Es, por así decirlo, como el corazón del Evangelio.
En ellas se nos enseña cuál es el fin de nuestra vida: Dios y su reino. Cuáles son los medios interiores para alcanzar más fácilmente ese fin, cuáles las disposiciones heroicas de renunciamiento más convenientes para entrar en el Reino, ya comenzado aquí en la tierra por la gracia. Es decir, son el camino trazado por Cristo para ser santos y salvarnos.
Gusto anticipado del Cielo
Y no debemos pensar que son imposibles de alcanzar para nosotros, pues ya desde el bautismo todos hemos recibido las virtudes infusas perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo, que nos capacitan para obrar de una manera heroica y alcanzar la perfección. De nuestra parte nos toca cultivar esa semilla divina que poseemos en nuestra alma mediante la oración, la práctica de las virtudes, la mortificación y la recepción de los sacramentos.
Bienaventurado quiere decir feliz, dichoso en grado sumo; Jesús nos enseña aquí la manera de ser muy feliz, ya que vivir de la manera que nos indica es gustar anticipadamente de la felicidad eterna.
Tesoros de la Cruz
Para ayudarnos en este camino de crecimiento espiritual Dios nos envía o permite muchas tribulaciones en nuestra vida que nos van robusteciendo en la virtud y nos van desprendiendo poco a poco de los bienes de este mundo para aspirar a los del cielo. Por eso, cuando nos sintamos oprimidos bajo el peso de algún sufrimiento, en vez de lamentarnos o quedarnos encerrados en nuestro dolor, debemos elevar nuestra vista hacia lo alto y aprovechar los tesoros de virtud que Dios nos quiere regalar a través de esa cruz: tesoros de paciencia, de fe, de esperanza, de amor, de mansedumbre, de fortaleza, de humildad.
En una palabra, crecimiento en la santidad, ya que, como dice San Pablo: «todo sucede para bien de los que aman a Dios» (cf. Ro 8, 28). Y también: «todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3, 12).
La Virgen María
María, en su canto del Magnificat, dice: «Todas las generaciones me llamarán Bienaventurada». Y ciertamente, nadie como Ella ha alcanzado la suprema felicidad que criatura alguna podrá nunca alcanzar. Pero no debemos olvidar que nadie como Ella sufrió y padeció por alcanzar esa gloria eterna, no sólo para Ella sino para todos los hijos a Ella confiados.
Por eso en la cruz la encontramos de pie, erguida, lo que nos recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos.
En el drama del Calvario, la fe de María llegó a su culmen. De igual manera, en el calvario de nuestra vida, Dios espera también poder acrecentar nuestra fe y concedernos la victoria en Cristo Jesús.