Después del grito exultante del día de Pascua, la Iglesia nos regala cincuenta días para «reconocer» serena y pausadamente al Resucitado, que camina con nosotros. Esa es nuestra tarea de toda la vida. Y el Evangelio de este domingo (Lc 24, 13-35) nos da la clave para poder encontrarlo.
Estos dos discípulos se dirigían a Emaús, tristes y descorazonados. Habían perdido la fe, la esperanza, la ilusión. Ese Jesús que en otro tiempo fuera el motivo de su alegría y su razón de vivir, ya no estaba.
No reconocerle
Cuántas veces en nuestra vida nos sucede lo mismo. No conocemos el obrar de Dios, también nosotros somos torpes y necios para entender las escrituras, para comprender los planes de Dios, que muchas veces son desconcertantes para nuestra mirada rastrera o superficial. Sobre todo cuando ese obrar del Señor viene bajo apariencia de cruz, fracaso, dolor, es entonces cuando se nos dificulta más poder descubrir detrás de ese acontecimiento un plan divino y maravilloso.
Nuestra tragedia, como la de los discípulos, consiste en no ser capaces de reconocerle. Y en este tiempo especialmente la liturgia nos invita a elevar nuestra vista y nuestros corazones hacia el Resucitado, el Viviente, el Señor glorioso. Él está siempre con nosotros, camina a nuestro lado y muchas veces, si sabemos escucharlo, hará “arder” nuestro corazón.
Jesús entre nosotros
Lo primero que Jesús hace en la vida de quien lo busca es iluminar. Porque la luz es la que me capacita para ver, aunque eso suponga dolor cuando tengo que comprobar que no estoy yendo por el camino correcto, que hay cosas en mi vida que necesitan cambio, que no todo es color de rosa, que es necesario, para entrar en la gloria, pasar antes por la cruz. Sólo quien vive en la verdad es feliz y tiene la capacidad de caminar sin miedo.
Y una vez que Dios me ilumina con su Palabra, entonces me alimenta y se me entrega en la Eucaristía. Así como el tiempo de Cuaresma es muy apropósito para hacer una buena revisión de vida y arreglar mis cuentas con Dios por medio de una sincera confesión, el tiempo de Pascua es especialmente propicio para una experiencia gozosa, abundante y sosegada, de Cristo Resucitado, que sale a nuestro encuentro principalmente en su presencia eucarística.
Se ha quedado para nosotros, para cada uno. Ahí nos espera para una intimidad inimaginable. Para contagiarnos su amor, para que también nuestro corazón se caldee y arda, como el de los de Emaús. Para que tengamos experiencia viva de Él «en persona», de Cristo vivo. Para que también nosotros podamos gritar con certeza: «¡Es verdad! ¡Ha resucitado el Señor!».
Al lado de María
En este caminar Pascual mucho nos ayudará intensificar la presencia de María, que también camina siempre al lado de sus hijos.
Ella nos enseña que para comprender los planes de Dios, debemos aprender a “meditarlos en nuestro corazón”.
Ella nos lleva por el camino de la fe y el amor.
Por medio de Ella podremos acercarnos sin miedo al Pan Eucarístico.
No olvidemos que María siempre propicia nuestro encuentro con Jesús.