Si ya la parábola de las diez vírgenes subrayaba la necesidad de estar preparados para el encuentro con el Señor, la parábola de los talentos acentúa el hecho de que a su vuelta el Señor «ajustará cuentas» con cada uno de sus siervos.
Con esta parábola (Mt 25, 14-30) Dios me está diciendo que el ser humano es el centro del derroche del amor de Dios. Él nos entrega sus bienes. Los talentos simbolizan los dones naturales y sobrenaturales que Dios otorga a cada persona en calidad de administradora.
El hombre frente a Dios no es dueño, sino usuario de algo que no le pertenece. Por eso el verdadero cristiano es el que es fiel al don recibido. Una fidelidad responsable, diligente, inteligente, prudente. Los hombres fieles hacen fructificar los bienes encomendados al cien por cien. Los hombres infieles por el contrario, son holgazanes y perezosos, que anteponen su propia seguridad personal al interés que tiene el dueño en acrecentar la hacienda. Eso es el egoísmo. Vivo sólo para mí, no para los demás, no me interesan.
El pecado de omisión
Cercanos ya al adviento, podemos hacer un examen de nuestra vida a la luz de esta Palabra para ver si me puedo situar en el grupo de los fieles o de los infieles. Si en mi vida está prevaleciendo el deseo de entregarme totalmente a Dios y a los demás o si vivo encerrado en mi mundo y en mis intereses. Si me arriesgo apoyado en la confianza en Dios o estoy paralizado por el miedo al riesgo compromiso y a la inseguridad.
El cristiano es un instrumento de la actividad divina para implantar su reino en este mundo. La extensión del reino de Dios depende de nuestra fiel colaboración. Si estos instrumentos se paralizan, se cruzan de brazos, se estacionan en la comodidad, se convierten en los siervos infieles de la parábola y reaparece a todo color el terrible pecado de omisión.
Pecado de omisión, que es conformarse con no hacer el mal, pero que tampoco hace bien. El no adelantar en la vida espiritual es retroceder. El no hacer el bien debido es colaborar a que el mal se imponga. El dueño no castigó al siervo porque derrochase unos bienes, sino porque omitió un bien que podía hacer y no lo hizo. Es la terrible inercia espiritual de la que adolecen muchos cristianos hoy en día. Ya lo decía Santa Teresa de Jesús: “Mirad como caen las almas en el infierno porque no hay quien se ocupe de ellas”.
Dar fruto
Dar fruto es un compromiso fundamental de los que están al servicio del reino de Dios en la tierra. Al siervo malo le ha faltado lo principal: el amor. Porque no amaba al dueño, no ha comprendido el esencial imperativo de la vocación cristiana: la Iglesia es misionera.
Todo cristiano debe tener celo por la salvación de las almas y fuerte compromiso por instaurar el reino de Dios en el mundo: “Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos”.
Hoy quizá más que nunca debemos pedir a María, de modo especial, la gracia de saber recibir el don de Dios con amor agradecido, apreciándolo plenamente como ella hizo en el Magnificat; la gracia de la generosidad en la entrega personal para imitar su ejemplo de Madre generosa; la gracia de la fidelidad, siguiendo su ejemplo de Virgen fiel; la gracia de un amor ardiente y misericordioso a la luz de su testimonio de Madre de misericordia.