En este Domingo Jesús hace a los cristianos la invitación a ser luz del mundo y sal de la tierra. La fe debe ser esa luz que envuelva toda nuestra vida y no sólo nuestras horas de oración. Cuántas veces decimos en la oración: “Creo en Ti, Señor”, pero momentos después, frente a una obligación difícil, a una persona inoportuna, a una circunstancia que trastorna nuestros planes, olvidamos que “Dios lo quiere” y que todo lo ordena para nuestro bien.
Olvidamos que Dios es Padre y piensa en nuestro bien más de lo que nosotros mismos podemos pensar; olvidamos que Dios es Omnipotente y puede ayudarnos en cualquier dificultad.
Ser luz
Si perdemos de vista la luz de la fe, que nos hace ver todas las cosas como venidas de la mano de Dios y ordenadas por Él para nuestro aprovechamiento espiritual, nos perdemos en consideraciones inútiles, en protestas humanas, como si Dios poco o nada tuviera que ver en nuestras vidas.
Nos hundimos a veces en descorazonamientos semejantes al de los que no tienen fe. Sí, crees en Dios Omnipotente, pero no crees hasta el punto de reconocer su Divina Voluntad en aquello que te cuesta o que no entiendes. Y sin, embargo, hasta que la fe no penetre en tu vida hasta el punto de poder verlo todo en relación con Dios y dependiente de Él, no puedes decir que la luz de la fe guía tu vida.
Para ser luz, debemos primero dejarnos invadir por ella, hasta los últimos rincones de nuestra existencia. Solo ilumina el que se deja llenar de luz. Porque el que la posee solo a ratos, momentáneamente o en cierta medida, la pierde con facilidad por cualquier contratiempo o dificultad.
La fe auténtica
Una fe auténtica, aunque sea tan pequeña como el grano de mostaza, tiene el poder de iluminar los rincones más oscuros, tiene el poder de brillar en medio de la noche y la confusión, tiene el poder de llevar esperanza donde parece que todo está perdido. A eso estamos llamados: a ser antorchas luminosas.
Pero también, ¡cuántas veces esta luz verdadera, participación de la luz de Dios, permanece oculta bajo el celemín de nuestra mentalidad, demasiado humana, demasiado terrena! Y condicionamos el poder de Dios por nuestras miras rastreras o cobardes. El hombre que tiene fe auténtica es capaz de cualquier cosa, porque la fe le hace partícipe del poder del mismo Dios.
Sal que da sabor
También Jesús nos invita a ser sal. La sal condimenta, da sabor, preserva de la corrupción, escuece. El cristiano auténtico debe vivir todas esas características, para poder cumplir bien su misión: Condimentar todos los acontecimientos de la vida con el amor de Dios.
Hacerlo todo por amor y recibirlo todo por amor. Dar sabor de esperanza, de consuelo, de ternura, de compasión a tantos corazones rotos y maltratados. Preservar de la corrupción moral la propia vida y la de los que le rodean, siendo para todos modelo de virtud y santidad.
Mujer de Fe
Hoy podemos volver de nuevo nuestra mirada a María. Ella fue la mujer de fe, la feliz por haber creído, la que gracias a esa fe confiada en el poder y la bondad de Dios trajo la Luz al mundo y se convirtió Ella misma en luz que ilumina toda oscuridad.
También Ella supo ser sal convirtiendo toda su vida en un puro acto de amor a Dios y al prójimo y en modelo de santidad para todos.
Con su ejemplo, María nos enseña a responder cada vez con más generosidad a la llamada divina, y a dejarse inspirar, mover y guiar por el Espíritu Santo.