Todo cristiano es un llamado -según su estado de vida- a seguir a Cristo, a la santidad, al apostolado. Y debe estar siempre pronto a responder a la misión que Dios le encomiende.
El Evangelio nos presenta la vocación de los primeros discípulos del Señor. Nótese que no son llamados directamente por Dios, sino a través de un intermediario, el Bautista, su maestro. Un día le oyen decir refiriéndose a Jesús: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36). En estas palabras reconocen el anuncio del Mesías tan esperado, y le siguen inmediatamente. Quieren conocerlo, saber dónde mora y se van con Él.
Fidelidad a la misión
Impresiona la rectitud y el desinterés del Bautista -coronados por su profunda humildad- que no se cuida de hacer prosélitos, sino de anunciarles el Mesías y encaminarlos a Él, totalmente fiel a su misión de «voz que prepara los caminos del Señor» y luego desaparece en el silencio. Pero impresiona también la presteza con que Juan y Andrés dejan al antiguo maestro y siguen a Jesús. Les ha bastado saber que es el Mesías para seguirlo y procurar atraer a otros, como hace Andrés con su hermano Simón.
Venis y lo veréis
«¿Qué buscáis?», pregunta Jesús, sin forzar. Y aquellos jóvenes, ya cautivados por la presencia del Señor, responden: «Maestro ¿dónde moras?». «Venid y lo veréis.» Es la manera de respondernos Jesús: Yo estoy abierto, Yo os acojo con benevolencia, sólo depende de vosotros el querer venir a Mí.
Se fueron con Él y se grabó tanto esto en San Juan, que se acordaba -siendo ya anciano en el momento en que escribía este recuerdo evangélico- de la hora de aquel encuentro que marcó y trocó su vida para siempre: “Eran las cuatro de la tarde y permanecieron con Él toda aquella tarde.”
¿Qué les diría el Maestro? ¿Cómo habrán resonado Sus palabras en aquellos corazones hambrientos de verdad y de amor? También nuestro corazón conoce de esta hambre. Hambre que lamentablemente tratamos de saciar con cosas materiales, afectos, pasiones que no alimentan sino que estragan el paladar del alma, cuando no la envenenan o matan. Pero el Señor está siempre ahí, a la puerta, llamando, esperando… ¡Oh Maestro de calidad, sacia las ansias de nuestro pobre corazón!
Tú te llamarás Cefas
Otro detalle de este encuentro memorable de Jesús con sus primeros apóstoles es el cambio de nombre de Simón por Cefas, que significa Pedro. Este cambio de nombre, que sigue a la llamada, señala la profunda transformación interior que debe acompañar a la respuesta.
Seguir a Cristo significa, hoy como ayer, entregar el corazón, lo más íntimo y profundo de nuestro ser, y nuestra misma vida. Seguir a Cristo es escuchar su Palabra. Seguir a Cristo es imitarlo. Seguir a Cristo es escoger el camino de la santificación.
Lo que vieron los primeros seguidores de Jesús debió ser algo tan impresionante que lo dejaron todo y se quedaron con Él. Si nosotros seguimos esa voz del Maestro y nos decidimos, sin miedo, a ver dónde mora quedaremos también fascinados y nuestra vida dará un giro de 180 grados. El encuentro con Cristo transforma al hombre. Le hace consciente de que en su vida comienza una nueva etapa. Le hace consciente de su propia misión en la realización del plan de Dios sobre él.
Pidamos a la Virgen que nos enseñe el camino para ir a Cristo. Como hizo San Juan Bautista, también María nos indica siempre el camino para ir a Cristo. Que Ella nos lleve al encuentro con su Hijo y nos conceda la gracia de responder con generosidad al plan que Dios tiene sobre cada uno de nosotros.