Hoy nos encontramos ante un impresionante testimonio de fe y de humildad en la mujer cananea de la que nos habla el Evangelio. Esta mujer pide ayuda a Jesús, pero reconoce que no tiene ningún derecho a esta ayuda. Lo espera todo y sólo de la benevolencia y de la misericordia de Jesús. Todo es gracia.
Y no hay otra manera válida de acercarnos a Dios –en la oración, en los sacramentos…– más que en la disposición del pobre que mendiga esta gracia. No podemos exigir ni reclamar nada de Dios. «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia».
Impresiona también su fe, que produce admiración al mismo Jesús. A pesar de las dificultades que el Señor le pone, con unas palabras muy duras, ella sigue esperando el milagro, sin desanimarse. ¿Tiene mi fe esa misma vitalidad y energía? ¿Tiene esa capacidad de esperar contra toda esperanza? Las dificultades, ¿derrumban mi fe o, por el contrario, la hacen crecer?
La tribulación nos acerca a Dios
La figura de esta mujer nos habla a cada uno de muchos modos, según las distintas estaciones de la vida espiritual. No hay auténtica vida de fe que no deba confrontarse, antes o después, con el misterioso silencio de Dios, que parece no escuchar, sino incluso rechazar la oración más apesadumbrada. Jesús mismo grita a su Padre desde lo alto de la cruz su dolor por la experiencia de abandono a la que está siendo sometido: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
La tribulación nos acerca a Dios. Es ocasión de un bien espiritual mayor. Aunque en ese momento nos cueste captarlo. Jesús mismo afirma que «el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren» (Mt 7,7).
Como una madre que goza al oír la voz de su hijo, así Dios, a través de la oración, nos tiene junto a él, haciéndonos crecer en la comunión con él y en la caridad con los hermanos. En su momento no dejará de oírnos mucho más allá de lo que esperábamos, y la mejor prueba de que nos escucha será precisamente nuestra propia conversión.
La Fe de María
Al igual que la Cananea y mucho mejor, María nos enseña cómo debe ser nuestra relación con Dios. Con una actitud humilde, insistente, obediente, confiada.
María fue la mujer totalmente dócil a la voluntad divina, pero también la feliz por haber creído a pesar de que todo le evidenciaba lo contrario a lo que esperaba.
De este modo, María nos educa para que miremos al futuro con pleno abandono en Dios. Su gran fe en la palabra de Cristo evitó que vacilara incluso frente al drama de la cruz: conservó su esperanza en el cumplimiento de la Palabra divina, esperando sin titubear la mañana de la resurrección, después de las tinieblas del Viernes santo.