El domingo pasado los textos litúrgicos se centraban en el poder de la fe. Este domingo se centran en las dificultades para creer y en la actitud de los hombres ante el anuncio de la palabra. A lo largo de la historia, Dios envió profetas y su pueblo los rechazó. Es lo que sucedió en Nazaret. Ahora el Señor no envió a los hombres un profeta, sino a su Hijo divino. «Vino a su casa, y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11).
El Evangelio nos narra la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Nazaret era su casa, su patria, donde había vivido desde la infancia, tenía parientes y era bien conocido; esto debería haber facilitado más que en otra parte su ministerio, y en cambio, fue ocasión de rechazo.
Signo de contradicción
Jesús aparece a los ojos de sus paisanos como un signo de contradicción a causa de su humilde condición humana. Ellos conocían su familia, una familia igual a las demás del pueblo. Conocían muy bien a Jesús: su infancia y juventud, sus padres, su oficio, sus parientes; lo habían visto crecer como uno entre tantos… Tras un primer momento de estupor frente a su sabiduría y a sus milagros, los nazaretanos lo rechazan incrédulos: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María?.. Y desconfiaban de él» (ib. 3).
Ellos no pueden dudar de los signos y prodigios que ha hecho Jesús en Cafarnaúm y en los pueblos de su alrededor. Pero no pueden creer que un hombre corriente, y de su pueblo, como es Jesús, logre hacer tales cosas. Tal vez un orgullo secreto y mezquino, les impide admitir que uno como ellos, criado a sus ojos y de profesión humilde, pueda ser un profeta, y menos aún el Mesías, el Hijo de Dios. Su modestia y humildad son el escándalo en que tropiezan sus paisanos y se cierran a la fe.
No desprecian a un profeta más que en su tierra
Jesús responde al escepticismo del pueblo de Nazaret con un proverbio que refleja la verdad bien sabida de que la envidia y la familiaridad predisponen mal frente a una persona conocida: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa» (ib. 4).
La incredulidad de los suyos le impidió obrar en su patria los grandes milagros hechos en otras partes, porque Dios usa de su omnipotencia sólo en favor de los que creen. La falta de fe ata las manos a Dios. Por ello, solo unos pocos enfermos creyeron en Jesús y Él los sanó imponiéndoles las manos.
Encerrados en el límite de nuestra impotencia
También hoy, como en cualquier época, la fe encuentra dificultades. Muchas personas se desinteresan por todo lo que no tenga una utilidad material. Otra causa es la excesiva confianza en la razón científica, que quiere encerrar la fe en los límites de la comprobación matemática. Otras veces, la fe no interesa, porque sencillamente incomoda a una mentalidad que sólo busca el placer y rehúye lo que implica compromiso, sacrificio y renuncia. Otras sucederá que no queremos creer porque no queremos renunciar a actitudes de vida y conductas que se oponen a la fe.
Y aunque queramos escudarnos en que “todos lo hacen”, sabemos que la fe no se puede manejar al capricho, ni se doblega a las opiniones de la mayoría. Por ello, es más conveniente no creer.
Pero el problema de cerrarse a la fe es que excluimos a Dios de nuestra vida, alejamos de nosotros la misericordia de Dios que se quiere volcar sobre cada alma que se abre a ella para sanar, para renovar y salvar. Cerrarse a la fe significa que paralizamos la omnipotencia de Dios en nuestro favor y quedamos encerrados en el límite de nuestra impotencia, de nuestra angustia y desesperación. Como sucedió en Nazaret: Y Jesús no pudo hacer allí ningún milagro.
Peregrina de la fe
Si estamos débiles en la fe, pidamos ayuda a María Inmaculada, mujer valiente y audaz ante la palabra de Dios, que dio un salto totalmente de sí y se puso toda entera en el corazón de Dios: «Bienaventurada tú la que creíste porque serán llevadas a la perfección en ti las palabras-obras que te han sido dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45).
La fe de María fue muy difícil. Nos lo dice el anciano Simeón cuando saliendo al encuentro de la Señora y tomando al Niño en sus brazos le dijo: «…y tu misma vida, una espada la traspasará de parte a parte» (Lc 2, 35). Con este signo dio Simeón a conocer a María que el Señor ponía toda su vida bajo la sombra de la cruz.
La vida de Santa María fue un caminar continuo en la voluntad de Dios bajo la fe; una peregrinación en la obediencia de la fe. Ella nos guiará por ese seguro camino para acertar siempre con la voluntad de Dios.