La relación que las santas mujeres habían hecho a los apóstoles acerca de las apariciones de Jesús resucitado, no había disipado aún las dudas que abrigaban en el corazón de todos. Por eso el mismo Jesús va a coronar sus apariciones con la que aquí se narra (Jn 20, 19-31). Esta aparición, tiene una importancia excepcional para confirmarnos y robustecernos en nuestra fe.
Tomás dudó de Jesús, y esta duda del apóstol nos confirma en nuestra fe, porque, como dice San Gregorio, «más nos ha ayudado la incredulidad de Tomás que la fe de los demás apóstoles»; si él no hubiera dudado, ningún hombre habría metido el dedo en el lugar de los clavos y la mano en el costado del Señor. Jesús se compadeció de la poca fe del apóstol, y al mismo tiempo de la nuestra, y le permitió no sólo que lo viera, sino que lo tocara, concediendo así a Tomás el incrédulo lo que no había concedido a María Magdalena, la fidelísima.
Los caminos de la fe
Este hecho evangélico nos muestra la manera del obrar de Dios con las almas: a los que aún permanecen débiles en la fe, les suele visitar con consuelos espirituales y otras señales que les permitan ir conociendo de una manera más sensible su divina presencia. Sin embargo a aquellos que, ya fortalecidos por el crisol de la prueba, han dado muestras de una fidelidad irrevocable, los suele llevar frecuentemente por caminos oscuros.
Por eso en nuestra vida espiritual, en nuestro caminar hacia Dios, no debemos apoyarnos tanto en las señales sensibles cuanto en lo que nos dice y enseña la fe. De ahí nace esa paz profunda del que sabe que, a pesar de las tormentas, la oscuridad, las pruebas, la noche, Dios le ama y le sostiene en todo momento.
Caminar en fe no es sentir, ver o tocar. Es creer. Creer a la Palabra de Dios, al Poder de Dios, a la misericordia de Dios. Es creer a Dios aunque la evidencia de los hechos o la fuerza de mis sentimientos me diga lo contrario.
Para Tomás Jesús seguía muerto, porque su fe era débil. Y esa incredulidad le incapacitaba para poder percibir la alegría y la paz del Resucitado.
La Fe de María
En la vida de María Santísima, por el contrario, Dios nunca murió. En su corazón permaneció siempre vivo por medio de la fe. Por eso María fue la única criatura que, después de la muerte de Cristo, conservó la conexión entre el cielo y la tierra por medio de la fe. Todos habían perdido la esperanza, menos Ella, que se apoyaba firmemente en las palabras que su Hijo había dicho de que iba a resucitar. María no necesitaba pruebas, tenía fe. Por eso la mañana de la resurrección no fue al sepulcro en busca de un muerto.
Esto es lo que Jesús nos enseña cuando dice: «bienaventurados los que no vieron y creyeron». Aquellos que para creer en Dios no necesitan ver o tocar, ni exigen señales sensibles, sino que pueden afirmar sin reservas: “Sé en quién he puesto mi confianza y me siento absolutamente seguro”.
Una fe así vivida, es más meritoria para nosotros, porque fundándose únicamente en la palabra divina, es del todo sobrenatural; y, al mismo tiempo, es más digna de Dios, porque sin exigirle prueba alguna cree absolutamente en sus palabras, y persevera, inmutable y fiel, aun en medio de las tinieblas más densas y de las circunstancias más desconcertantes. Por eso no nos cansemos de pedir, como en otro tiempo los apóstoles: Señor, auméntanos la fe.