«… una mujer cananea comenzó a gritar, diciendo: Ten piedad de mi, Señor, Hijo de David; mi hija es malamente atormentada por el demonio. Pero Él no le contestaba palabra. Los discípulos se le acercaron y le rogaron, diciendo: Despídela, pues viene gritando detrás de nosotros. Él respondió y dijo: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Mas ella, acercándose, se postró ante Él, diciendo: ¡Señor, socórreme! Contestó Él y dijo: No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos. Mas ella dijo: Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores. Entonces Jesús le dijo: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres. Y desde aquella hora quedó curada su hija.»
Dios oye de modo especial la oración de quienes saben amar; aunque alguna vez parezca que guarda silencio. Espera a que nuestra fe se haga más firme, más grande la esperanza, más confiado el amor. Quiere de todos un deseo más ferviente y una mayor humildad. Así ocurrió a la mujer cananea, quien no recibió sino silencio por parte de Cristo al inicio de su petición.
Santo Tomás enseña que nuestra petición no se dirige a cambiar la voluntad divina, sino a obtener lo que ya había dispuesto que nos concediera si se lo pedíamos. Por eso es necesario pedir al Señor incansablemente, pues no sabemos cuál es la medida de oración que Dios espera que colmemos para otorgarnos lo que quiere darnos.
Con fe y constancia
La oración y la fe están íntimamente unidas. Esta mujer tenía una fe grande: cree en la Divinidad de Cristo, cuando le llama Señor; y en su Humanidad cuando le dice Hijo de David. No dice “ten piedad de mi hija”, sino “de mí”, porque el dolor de la hija es el dolor de la madre; y a fin de moverle más a compasión, le cuenta todo su dolor. De este modo obtiene el favor de Jesús.
S. Juan Crisóstomo, Patriarca de Constantinopla y uno de los Santos Padres de la Iglesia, señala: Oigan los que oran con desgana y negligencia, cómo oró la mujer cananea. Cuando le digo a alguien: «Pide a Dios, ruégalo, clama a Él»; me responde: «Le pedí ya una vez, dos, tres, diez, veinte y absolutamente nada recibí». Yo le digo entonces con todo calor e insistencia: «no ceses, no cejes hasta que recibas. La concesión de lo pedido es la única que debe poner término al pedir. Entonces cesa de pedir, cuando consigas lo pedido. Más aún, ni entonces ceses sino que continúa. Si no has recibido aún, pide para que recibas. Cuando has obtenido tu petición, da gracias por lo recibido… Por la mujer cananea nos mostró el Señor, que a quienes piden con insistencia les da, hasta lo que no debiera dárseles…
La constancia en la oración nace de una vida de fe, de confianza en Jesús que nos oye, incluso cuando parece que calla. Esta fe nos llevará a un abandono pleno en las manos de Dios hasta poder llegar a decir: Sólo quiero lo que Tú quieres y porque Tú lo quieres.
Qué debemos pedir
El Señor desea mucho que le pidamos muchas cosas, en primer lugar lo que se refiere al alma. Suele suceder que cuando nos aqueja una enfermedad corporal, no dejamos piedra por mover hasta vernos libres de su molestia (como lo venimos experimentando estos últimos meses); estando, en cambio, enferma nuestra alma, a veces todo son vacilaciones y aplazamientos: hacemos de lo necesario accesorio, y de lo accesorio necesario.
Para el alma podemos pedir gracia para luchar contra los defectos, más rectitud de intención en lo que hacemos, fidelidad a la propia vocación, luz para recibir con más fruto la Sagrada Comunión, una caridad más fina, docilidad, más celo apostólico… También quiere el Señor que roguemos por otras necesidades: ayuda para sobreponernos a un fracaso; trabajo, si nos falta; salud u otra necesidad material. Y todo en la medida en que nos sirva para amar más a Dios y no alejarnos de Él. Lo demás es secundario.
La Vía más rápida y segura
La oración de petición ocupa un lugar muy importante en la vida de los hombres. Aunque el Señor nos concede, de hecho, muchos dones y beneficios sin haberlos pedido, otras gracias ha dispuesto otorgarlas a través de nuestra oración, o de la de aquellos que se encuentran más cerca de Él, como son los santos y, especialmente, la Santísima Virgen.
Así lo demuestra en su aparición del 27 de noviembre de 1830 a santa Catalina Labouré: María Inmaculada se presenta de pie sobre lo que parecía ser la mitad de un globo y sosteniendo una esfera dorada en sus manos, como si estuviera ofreciéndola al cielo. La esfera, según explicó Nuestra Señora, representaba a todo el mundo, pero especialmente a Francia. De los anillos que llevaba la Virgen en sus dedos brotaban muchos rayos de luz. María explicó que los rayos simbolizan las gracias que Ella obtiene para aquellos que las pidan. Sin embargo, algunas de las joyas de los anillos estaban apagadas y la Virgen dijo a la santa que los rayos y las gracias estaban disponibles, pero nadie las había pedido.
Con fe y constancia pidamos Dios aquello que necesitamos o que sabemos que otros necesitan y, por si el Señor pone a prueba nuestra fe como a la cananea, vayamos por la vía más rápida y segura: hagamos nuestra petición por mediación de María, «Mediadora de todas las gracias» y «Puerta del Cielo siempre abierta».
Fuentes ad Sensum:
- Hablar con Dios de Francisco Fernández Carvajal.
- San Juan Crisóstomo. Homilías sobre S. Mateo.