Después que Jesús deja constituido, en la figura de Pedro, el fundamento de Su Iglesia, comienza a anunciar a sus más íntimos que era preciso que Él fuese a Jerusalén para padecer mucho por parte de los judíos y finalmente morir para resucitar al tercer día. Los Apóstoles no entendían bien este lenguaje, pues tenían aún una imagen temporal del Reino de Dios. Fue entonces cuando Pedro reprendió a Jesús diciéndole que de ningún modo le ocurriría eso tan terrible que anunciaba.
Miras humanas
El apóstol, movido por un inmenso cariño hacia Jesús, trató de apartarlo del camino de la Cruz. No comprendía todavía que esta es un gran bien para la humanidad y la suprema muestra de amor de Dios por nosotros. San Juan Crisóstomo comentaba al respecto que: “Pedro razonaba humanamente y concluía que todo aquello –la Pasión y la Muerte- era indigno de Cristo, y reprobable”.
En este momento Pedro se deja llevar de miras humanas y terrenas. A nosotros también nos puede pasar lo mismo. La predicación de la Cruz, de la mortificación, del sacrifico, como un bien, como medio de salvación, chocará siempre con quienes la miren con ojos humanos. Nos comportamos entonces, en palabras de San Pablo, como “enemigos de la cruz de Cristo”.
Ver con los ojos de Dios
Jesús corrige la mentalidad que tiene Pedro del hombre de Dios. Pedro concibe un hombre lleno de sí, de planes propios, de modos de juzgar propios, de enfoques, de poder propio, de ambiciones y abundancia propia. “Señor lejos de ti la Pasión y muerte. No te sucederá tal cosa”.
Jesús le corrige y le da a Pedro el modelo del hombre según Dios: un hombre vacío de sí, de sus planes propios, de sus enfoques propios, de su poder propio, de sus ambiciones y abundancia. Un hombre lleno de Dios, de los planes, quereres de Dios cuyo destino es una vida de hijo fiel de Dios. “Apártate de mí, Satanás, que me escandalizas. Tus miras no son las de Dios sino las de los hombres”.
Miedo al dolor
Si nos basamos en la sola lógica humana, es difícil de entender que el dolor, el sufrimiento, aquello que se presenta como costoso, pueda llegar a ser un bien. Por una parte, la experiencia nos muestra que esas realidades, que tantas veces vamos encontrando a nuestro paso, nos purifican, nos robustecen, nos hacen mejores. Y por otra parte sin embargo, no estamos hechos para sufrir; aspiramos todos a la felicidad.
El miedo al dolor, sobre todo si es fuerte o persistente, es un impulso hondamente arraigado en nosotros y nuestra primera reacción ante algo costoso o difícil es rehuirlo. Por eso la mortificación, la penitencia cristiana, tropieza con dificultades; no nos resulta fácil, no acabamos nunca, aunque la practiquemos asiduamente, de acostumbrarnos a ella.
La Cruz, camino del cielo
Santa Rosa de Lima ha dejado escrito lo que el divino Salvador, le dijo en una ocasión: «Que todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia; que todos se convenzan que sin el peso de la aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia; que todos comprendan que la medida de los carismas aumenta en proporción con el incremento de las fatigas. Guárdense los hombres de pecar y de equivocarse: ésta es la única escala del paraíso, y sin la cruz no se encuentra el camino de subir al cielo».
Y más adelante comenta la santa: «Apenas escuché estas palabras, experimenté un fuerte impulso de ir en medio de las plazas, a gritar muy fuerte a toda persona de cualquier edad, sexo o condición:
«Escuchad, pueblos, escuchad todos. Por mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto. No podemos alcanzar la gracia, si no soportamos la aflicción; es necesario unir trabajos y fatigas para alcanzar la íntima participación en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espíritu… ¡Ojalá todos los mortales conocieran el gran valor de la divina gracia, su belleza, su nobleza, su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas, gozos y deleites! Sin duda alguna, se entregarían, con suma diligencia, a la búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo, antepondrían a la fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, incomparable tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia. Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza con que los hombres han de ser medidos».
Para resucitar con Cristo hemos de acompañarle en su camino hacia la Cruz: aceptando las contrariedades y tribulaciones con paz y serenidad; siendo generosos en la mortificación voluntaria, que nos purifica interiormente, nos hace entender el sentido trascendente de la vida y afirma el señorío del alma sobre el cuerpo. Como en los tiempos apostólicos, debemos tener en cuenta que la Cruz que anuncia Jesús es escándalo para unos, y parece locura y necedad a los ojos de otros.
El sacrificio en el Mensaje de Fátima
La Hermana Lucía, refiriéndose a las palabras del Ángel en Fátima, cuando les dijo “De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores”, explica así su significado:
“Pueden ser sacrificios de bienes espirituales, intelectuales, morales, físicos o materiales; según los momentos, tendremos ocasión de ofrecer ahora unos ahora otros, lo que importa es que estemos dispuestos a aprovechar la ocasión que se nos depara, sobre todo que sepamos sacrificarnos cuando eso mismo es sufrido por el cumplimiento del propio deber para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros mismos. Y aún más, si este sacrificio es preciso para no transgredir ninguno de los mandamientos de la Ley de Dios, en este caso, el sacrificio que tenemos que imponernos es obligatorio, porque estamos obligados a sacrificarnos lo necesario para no pecar”.