A lo largo del Antiguo Testamento el pueblo de Dios se preparaba para recibir la manifestación de Dios, su promesa, que ha llegado a su pleno cumplimiento en la Encarnación del Hijo de Dios. Así Moisés, cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber en el monte Sinaí, esperando que Dios manifestara su palabra… Así San Juan Bautista en el desierto anunciando al que había de venir, vestido con piel de camello, comiendo saltamontes y miel silvestre, que de por sí es amarga… Su llamada a la conversión no ha perdido su actualidad.
En este tiempo de Adviento la Iglesia nos hace una seria invitación a recordar la venida del Señor. Rememoramos su primera venida como Niño indefenso, para preparar la segunda, cuando llegue como Juez, aquella que recitamos en el Credo: “Creo que ha de venir a juzgar a vivos y muertos”.
¿Nos estamos disponiendo para algo más que para compartir con nuestra familia en las próximas fiestas navideñas? Los tiempos que hoy vivimos pueden ser un aldabonazo a nuestra conciencia, preciosa ocasión para sacudir todo cuanto no agrade a Dios. ¡Ahora es tiempo de salvación!
Adviento: camino para un reencuentro
Tal vez nosotros nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo que cada día, más y más se aleja de Dios. ¡Pero seguro que Dios no se ha acostumbrado a ver a sus hijos tambaleándose hacia el abismo! Precisamente una muestra de Su amor de Buen Pastor es no permitir que Sus ovejas caigan en manos de los lobos. ¡Dios nos llama constantemente a volver a Él!
Para percibir esta llamada y responder a ella, necesitamos de la oración y de la penitencia. La vida espiritual es un constante proceso de conversión. Dios quiere morar en nuestra alma cada vez más plenamente. Desea establecer su tienda entre nosotros. Nos ofrece su gracia divina, pero sin violentar nuestra libertad. A nosotros nos corresponde colaborar con ella.
Necesitamos ser liberados de nuestros vicios, esos malos hábitos que, profundamente arraigados, atentan contra el mandato de Dios, nuestro Creador, y envilece nuestra dignidad de hijos de un Padre tan bueno que nos conoce y sabe lo que nos conviene y hace felices. Para deshacernos de tales vicios, se requiere una profunda purificación.
Dios persiste en su búsqueda del hombre
En el mundo en que vivimos terribles pecados claman al cielo. Pensemos en el horror del aborto, la eutanasia, las perversiones sexuales, las ideologías que atentan contra la dignidad humana… La corrupción; el terrorismo, la violencia y la criminalidad están a la orden del día; rigen sistemas políticos hostiles a Dios, los hombres buscan una falsa seguridad en el bienestar material…
Sin embargo, Dios persiste en su búsqueda del hombre. Quiere bendecirnos, quiere rescatarnos… para eso ha venido al mundo, para reconciliarnos con Él. Pero una verdadera reconciliación sólo puede darse si reconocemos nuestros pecados, nos arrepentimos, nos confesamos, pedimos perdón. Esta es la razón del Adviento.
Nuestra Señora del Adviento
A lo largo de estas cuatro semanas que anteceden a la Navidad, contemplaremos a la Virgen Santísima en amorosa expectación ante el próximo nacimiento de su Hijo. Como decía San Juan Pablo II, María es toda Ella Adviento.
No hay lugar donde podamos hallar a Dios más cerca que en María; ni más adecuado a nuestra debilidad que Ella. Santa María es nuestro ambiente vital. De Ella recibimos la vida. En contacto estrecho con nuestra Madre renacemos a la vida del Espíritu. Sin María no podríamos vivir ni crecer en el amor divino.
Ella nos enseña a reavivar esa actitud de espera y esperanza que caracterizan a la Virgen-Madre. No es se trata de una espera pasiva, sino vigilante. Vigilancia que es paciencia, perseverancia y fidelidad a la gracia. Que es lucha contra nuestro egoísmo, nuestros intereses desordenados, nuestra carne que busca la comodidad y el placer. Lucha que nos va fortaleciendo y preparando para el encuentro con el Señor, con corazón sereno y confiado en ese Dios que se ha hecho Niño en las entrañas purísimas de María no para condenar sino para salvar.