Introducidos en el camino cuaresmal, la Iglesia nos presenta hoy a Cristo en su transfiguración: Un acontecimiento indescriptible, pero que pone de relieve la hermosura de Cristo –«el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de blancos»– y el enorme atractivo de su persona, que hace exclamar a Pedro «¡Qué hermoso es estar aquí!».
Una tarde de verano Jesús toma consigo a sus tres discípulos predilectos, los que más tarde habrían de presenciar su agonía en Getsemaní, y se los lleva a un monte alto y se transfigura delante de ellos. Por un momento los apóstoles contemplaron la gloria de la divinidad de Cristo, esa divinidad que se ocultaba bajo los velos de su humanidad. Junto al Maestro aparecieron dos personajes insignes: Moisés y Elías. Moisés como representación de la ley y Elías como representación de los profetas. Los dos hablaban con Él de su futura pasión y muerte. Esto nos demuestra que alrededor de la muerte de Jesús gira toda la historia y toda la economía de la revelación de ambos testamentos.
Los apóstoles estaban extasiados ante este maravilloso espectáculo y Pedro, como fuera de sí, exclamó: “Maestro ¡Qué bien se está aquí! Y en su afán de querer prolongar la visión maravillosa y el deleite que de ella derivaba, continuó: “Si quieres haré tres tiendas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Y leemos en el evangelio que Pedro no sabía lo que decía. Evidentemente no quería irse de allí, no quería que ese gozo sobrenatural terminara. La experiencia de la cercanía de Dios llena el alma de tan gran dulzura, que las cosas de esta tierra son nada comparadas con ella.
¿Qué pretendía Jesús con esta manifestación de su gloria? Ante todo, probar a sus discípulos que Él era Dios. Por eso se oyó la voz del Padre: “Este es mi Hijo amado”. Exteriormente Jesús aparecía como un hombre cualquiera e incluso en la pasión sufrirá y morirá de una forma ignominiosa. Y aquellos que estaban llamados a ser las columnas de la Iglesia y sus principales testigos necesitaban este adelanto de la divinidad de Cristo.
Y, por otra parte, la transfiguración nos da la certeza de que nuestra conversión es posible: «Él transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo». Si la conversión dependiera de nuestras débiles fuerzas, poco podríamos esperar de la Cuaresma. Pero el saber que depende de la energía poderosa de Cristo, nos da la confianza y el deseo de lograrla, porque Cristo puede y quiere cambiarnos. Todo el esfuerzo de conversión en esta Cuaresma sólo tiene sentido si nace de este encuentro con Cristo. De ahí las palabras del salmo: «Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». Se trata de mirar a Cristo y de dejarnos seducir por él.
En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos invita también a volver nuestros ojos a la Madre Dolorosa. Ella no necesitaba pruebas de que su Hijo era Dios, pues su fe era tan grande que nunca dudó ni vaciló lo más mínimo. Es imprescindible, si queremos vivir con profundidad estos días, recorrerlos de la mano y bajo la mirada de María. Ella nos abrirá los ojos de la fe ante los Misterios del Señor y nos conducirá por el camino de una verdadera conversión del corazón.