«Salió el sembrador a sembrar…» El reino de Dios es el tema central de esta parábola del sembrador. El Reino llegará a pesar de los obstáculos. Su llegada es tan infalible como lo es la cosecha. Y llegará con gran rendimiento a pesar de las dificultades. Dificultades que, a veces, pueden parecer insuperables. Pero Dios, el Sembrador, es mayor que todo. Aunque habrá en quienes el Reino fracasará. La falta, no está en Dios, sino en el hombre que no quiere. Consecuencia entre otras: ¡Gran optimismo! Si me decido a hacer lo que Dios quiere, el triunfo está asegurado.
El amor respeta la libertad
La semilla que el Sembrador esparce es Su Palabra, que es de un poder y eficacia divinos, es semilla fecunda como ninguna, capaz de germinar en salvación, santidad y vida eterna. Con todo, no siempre esta palabra produce fruto, no por la calidad de la semilla, sino por la calidad de la tierra que la recibe.
Esta “calidad” de la tierra significa aquí el misterio de la libertad del hombre frente al don de Dios. Jesús siembra por doquier la Palabra: no la niega ni a los pecadores empedernidos, a la gente superficial y distraída, a los hombres inmersos en los placeres o engolfados en los negocios, a todos los cuales se los compara en la parábola al camino pisoteado, al terreno pedregoso o al cubierto de espinas; esto indica la inmensa misericordia del Señor.
Como ha afirmado S.S. Benedicto XVI: “Dios no nos obliga a creer en Él, sino que nos atrae a Sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: el amor, de hecho, respeta siempre la libertad”. San Juan Crisóstomo, por su parte, expresaba que si no en todos se opera la transformación de la cual es capaz el corazón del hombre al entrar en contacto con la Palabra divina “no es ciertamente por culpa del sembrador, sino de aquellos que no quieren transformarse”.
Unos, ciento; otros, sesenta…
Al sembrar, una parte cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se la comieron, es el «no quiero» del hombre. Otra parte cayó en terreno pedregoso y como la tierra no era profunda brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Es el «quisiera», pero no hay fuerza de voluntad para ser constantes en el buen obrar. Otra cayó entre abrojos, que crecieron y la ahogaron. Es un «quiero», pero no suficientemente protegido. Las preocupaciones y placeres de la vida distraen y ahogan la buena siembra.
Terrible cosa, pero real: el hombre puede cerrarse a la palabra de Dios, rechazarla y en consecuencia hacerla ineficaz. Pero precisamente porque es “viva y eficaz” como dice la carta a los Hebreos (4,12), esta Palabra verterá su fecundidad con la extraordinaria abundancia de frutos producidas “en la tierra buena”, o sea en el que “escucha la Palabra de Dios y la entiende” (Mt. 13, 23) y por consiguiente la pone en práctica… Es el «quiero» eficaz. Pero aun en éstos el fruto no será igual, sino proporcionado a las disposiciones de cada uno: “unos, ciento; otros sesenta; otros, treinta”.
La Palabra de Dios realiza siempre lo que expresa
Así, poco a poco, como el agua caída en la tierra mansamente va empapándose en ella, la palabra de Dios puesta en contacto con nuestras almas y acogida en la lectura-meditación se va interiorizando suavemente, sin ruido.
Así como la semilla caída en la tierra y acogida por ella germina, brota, crece y grana en fruto maduro, la palabra de Dios, que Él mismo nos envía y deposita en nuestro corazón en la lectura meditada: germina, brota, crece y grana en fruto maduro de santidad.
Porque la Palabra de Dios, siempre que llega, eleva, agranda, esponja, mueve, anima, engendra en el corazón del hombre blandura de alma, maleabilidad (que es la humildad), apertura a Él, confianza en Él, sumisión a Él, deseo de entrega a Él, preferencia a Él sobre todas las cosas (que es el amor).
Por eso es tan importante el que tengamos cuidado, todo cuidado y empeño en atender esas mociones interiores, esos afectos que suscita en nosotros la Palabra de Dios, pues el Espíritu Santo las pone en nosotros para que amemos a Dios. Pasará Dios, de ser un alguien lejano, a ser el más cercano a nosotros. Haz la prueba y lo verás.
María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón
María se nos presenta como modelo para cuantos, dejándose guiar por el Espíritu Santo, acogen y conservan en su corazón ―como una buena semilla (cf. Mt 13, 23) ― las palabras de la revelación, esforzándose por comprenderlas lo mejor posible para penetrar en las profundidades del misterio de Cristo.
Que Ella nos enseña a acoger la Palabra de Dios en la oración y vivirla, para que el Señor nos pueda decir, como a sus apóstoles: “Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen».
Fuentes ad Sensum:
- Intimidad Divina del R.P. Gabriel de Santa M. Magdalena, OCD
- Benedicto XVI, Ángelus, 10 de julio de 2011
- Juan Pablo II, Audiencia General, 4 de julio de 1990