Así describía el Padre Molina a Santa Catalina de Siena: «Santa Catalina fue mujer de silencio y de acción. En el silencio se comunicaba con Dios. En la acción comunicaba a Dios. Era iletrada y enfermiza. Murió a los 33 años. Pero para Dios nada hay imposible. Hizo de ella una doctora eximia de la ciencia del conocimiento de Dios y amor a Dios, una escritora extraordinaria, una oradora convincente, una consejera admirable de las más altas jerarquías de la Iglesia y de la sociedad civil y hasta del mismo Sumo Pontífice».
Una hija de María
Catalina nació en Siena, Italia, el 25 de marzo de 1347. Fue hija de un tintorero, Jacobo Benincasa, y de su esposa Lapa. Ella y su hermana gemela nacen en Siena llegan al mundo después de veintidós hermanos y hermanas. Desde niña, Catalina se siente profundamente atraída por Dios y por María. A la edad de apenas cinco años, reza con fervor el «Ave María», y se divierte repitiéndolo en cada peldaño al subir o bajar las escaleras. Más tarde, no dejará de recomendar que se recurra a María en toda ocasión: «María es nuestra abogada, la Madre de la gracia y de la misericordia. No es ingrata con sus servidores».
A los siete años, Catalina hace voto de castidad ante una devota imagen de María en casa de sus padres: Ora así: «¡Oh beatísima y santísima Virgen!, que fuiste la primera, entre todas las mujeres, en consagrar con voto perpetuo tu virginidad a Dios, y por esto te concedió ser Madre de su unigénito Hijo. Pido a tu inefable piedad que, no teniendo en cuenta mis pecados y defectos, te dignes concederme gracia tan grande y me des por Esposo al que deseo con toda mi alma: el sacratísimo Hijo de Dios y tuyo, mi Señor Jesucristo». (Orac. 2.a, II).
Cuando a los doce años, los padres quieren casar a Catalina, ella se niega pues desea consagrarse a Dios. Decide entonces construirse como «una pequeña celda monástica» en lo hondo de su interior, donde se encierra con Jesús durante sus tareas. Para hacer más fácil su recogimiento y su obediencia, procura ver en su madre a la Santísima Virgen; cuando sirve a su padre, se imagina que sirve a Jesús; sus hermanos y hermanas son los discípulos de Cristo y las santas mujeres… A finales de 1364 tomó el hábito de la tercera Orden de Santo Domingo.
En 1368, en una visión que permanecerá por siempre en el corazón y en el alma de Catalina, la Virgen la presenta a Jesús, quien le entrega un espléndido anillo diciéndole: «Yo, tu Creador y Salvador, te desposo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que celebres conmigo tus esponsales eternos en el cielo».
Sellada con la Cruz
Catalina desarrolla una intensa actividad de consejo espiritual hacia muy diversas personas. En torno a ella se forma un grupo de discípulos a los que exhorta a trabajar por la salvación del prójimo. A ese celo por las almas lo llama «la doctrina de María», pues — según ella explica— «en su condición de hombre, el Hijo de Dios estaba revestido del deseo del honor de su Padre y de nuestra salvación; y ese deseo fue tan grande que corrió en su ardor a través de las penas, la vergüenza y el ultraje hasta la muerte ignominiosa de la cruz. Así pues, el mismo deseo se produjo en María, pues no podía desear otra cosa sino el honor de Dios y la salvación de las criaturas».
En Pentecostés, el 1 de abril de 1375 fue bendecida con los estigmas de la Pasión. Convirtió a muchos pecadores incapaces de sus- traerse a sus exhortaciones, con las que los encaminaba a una vida de penitencia. Muchos la seguían porque les reportaba paz y consuelo, abriéndoles el camino del amor a Dios. A uno le dice: «No hagas resistencia al Espíritu Santo, que te llama, no desprecies el amor que te tiene María». (C. 15).
Escribirá en el Diario (IV,6) estas palabras del Padre Eterno: «Quiero que sepas que, para librar aquella alma de la condenación eterna, en que veías que estaba, permití este caso, para que con su sangre consiguiese vida, mediante la Sangre de mi Unigénito Hijo. Porque no estaba Yo olvidado de la reverencia y amor que tenía a la dulcísima María, Madre de mi Unigénito Hijo, a la cual es concedida por mi bondad, en reverencia al Verbo, que cualquiera, o justo o pecador, que le profese la debida devoción, no será llevado ni tragado del demonio infernal. Ella es como un cebo puesto por mi bondad, para atraer las criaturas; y así por misericordia permití lo que la mala voluntad de los hombres tiene por crueldad».
Catalina tenía una inmensa confianza en la santísima Virgen. «Yo sé -decía- que a ti, María, nada te es denegado». María «es nuestra abogada, Madre de gracia y Madre de misericordia»; por eso, en las dificultades, recurre a ella con devoción de hija. Cuando busca un buen confesor, se vuelve hacia María para que ella «benignamente se dignase obtenerle del Señor una dirección perfecta para llegar a cumplir lo que fuere más grato a Dios y de mayor provecho para la salvación de su alma».
Vida fecunda
A partir de 1375, Catalina se compromete con el regreso de los Papas de Aviñón a Roma (desde 1309, el papado permanecía en Aviñón por motivos políticos), así como por la unidad e independencia de la Iglesia que ningún santo, posiblemente, deseó tanto como ella. «La Iglesia –escribe– no es otra cosa que el propio Cristo», la depositaria del amor de Dios para los hombres; y la Iglesia jerárquica es el ministerio indispensable para la salvación del mundo.
Le había costado aprender a leer y pudo escribir siendo adulta. Entre otras obras maestras, ha legado El Diálogo de la Divina Providencia. Su espíritu se siente arrebatado ante la presencia de Dios y Dios le habla, y ella va traduciendo al lenguaje humano lo que el Señor le dice: «En el nombre de Cristo Crucificado y de la dulce María», así empieza su Diálogo y sus cartas.
Catalina murió en Roma el 29 de abril de 1380. Tenía 33 años. Pío II la canonizó el 29 de abril de 1461. En 1939 fue declarada patrona de Italia junto a San Francisco de Asís. El 4 de octubre de 1970 Pablo VI la proclamó doctora de la Iglesia. El 1 de octubre de 1999 Juan Pablo II la designó copatrona de Europa.