En el pasaje de la curación de los diez leprosos, que meditamos hoy, San Lucas subraya el contraste entre los nueve que no regresan y aquel que vuelve para dar gloria a Dios. Todos habían quedado curados, pero sólo uno fue «salvado», porque sólo él supo reconocer en Jesús al Salvador. Por eso se le dice: «Tu fe te ha salvado». Y es que Jesús obra el milagro corporal para provocar la fe y realizar así la curación de otra enfermedad más grave y profunda, es decir, para darles un milagro espiritual.
Los beneficios que nosotros recibimos de Dios a diario son signos de su poder salvador y de su amor misericordioso. Pero muchas veces nos quedamos más en la parte material del don y no somos capaces de ver más allá. Pasamos por alto esa obra de transformación y crecimiento espiritual que Dios realiza en lo más profundo de nuestro corazón.
Tu fe te ha salvado
Por eso hoy podemos preguntarnos: ¿Recibo los dones de Dios como signos? ¿Me llevan a creer más en Cristo y a abrirme a su poder salvador? ¿Soy capaz de descubrir la intención que Dios quiere con ese don que me hace?
También la auténtica fe nos debe llevar a la adoración, como hizo este leproso: «Se echó a los pies de Jesús». Este hombre, al verse curado, reconoce la grandeza de Cristo y experimenta la necesidad de adorarle. Frente a la actitud de los otros nueve, que sólo buscan a Jesús por interés y cuando han recibido la curación se olvidan de él, este hombre entiende que Jesús es el Señor y que debe ser amado y servido con absoluto desinterés.
En él, la fe se convierte en amor agradecido y adorante. Esto nos mueve también a preguntarnos: ¿Cómo es mi relación con Dios? ¿Soy agradecido y le adoro? ¿o me sirvo de Él para mis fines egoístas e interesados?
Y veamos que Jesús, que sabe con qué fin ha obrado el milagro, no es indiferente ante la ceguera de los otros nueve. Su ingratitud le duele, no tanto por Él sino porque ellos no han sido capaces de experimentar la compasión y la misericordia de Cristo que sólo la fe hace posible.
Desde el Corazón de María
Para aprender a reconocer estos “signos” de Dios en nuestra vida y a descubrir su misericordia detrás de cada acontecimiento, tenemos que imitar la actitud de María, que “meditaba todo en su corazón”. Vivir de una manera superficial en la vida espiritual nos lleva a no valorar ni comprender el amor de Dios.
En la vida de María ningún acontecimiento, por trivial que fuera, pasó desapercibido. Ella no sólo lo agradecía, como lo hizo en el Magnificat, sino que lo meditaba para tratar de descubrir detrás de él la mano de Dios. Que su ejemplo nos anime a alimentarnos cada día de la palabra de Dios y a saber descubrir su amor detrás de todo lo que acontece en nuestro diario vivir.