El pasaje de la confesión de Pedro en Galilea es como una especie de evaluación que Jesús realiza para calibrar si su anuncio del Reino de Dios y la revelación de su identidad ha tenido resultado y hasta dónde.
Los discípulos son conscientes de que Jesús va siendo reconocido como un gran profeta. Pero Jesús quiere saber qué piensan ellos mismos, sus íntimos, con quienes ha compartido más de cerca y a quienes ha revelado los secretos de su misión. Por eso, después de escuchar lo que dice la gente, Jesús les pregunta: “¿Y ustedes, quien dicen que soy Yo?”. Entonces Pedro, inspirado por el Espíritu Santo, confiesa la divinidad de Cristo.
Después de haber presenciado signos tan maravillosos y de haber escuchado Palabras de vida eterna era de esperar un conocimiento más profundo por parte de los apóstoles. Pero, si Jesús nos preguntara a cada uno de nosotros lo mismo, ¿qué responderíamos?
¿Un Profeta?
El depósito de la fe ha sido ya plenamente revelado. Nosotros tenemos las cosas más claras que lo que pudieron tenerla los apóstoles en ese entonces, sin embargo, cabría cuestionarnos si los católicos estamos realmente convencidos de que Jesús es el Mesías, el enviado por el Padre, el Hijo de Dios vivo.
Cuántas personas viven en el mundo como si Dios no existiera. Cuántos separan su vida de su fe. Cuántos ven a Jesús como si fuera un mito, un profeta más entre muchos otros como Buda, Mahoma, etc., una fantasía o alguien pasado de moda y anticuado.
Y quizá, parte de esa falta de fe en Jesucristo radica, más que en la ignorancia, en el hecho de querer rechazar el camino trazado por Él para todo aquél que quiera seguirlo: la cruz. Lo vemos claramente en el Evangelio de hoy. Después de esa maravillosa confesión de fe de Pedro, Jesús les explica de qué tipo de Mesías se trata. Ante este panorama desolador, Pedro intenta apartarlo de ese camino y Jesús pronuncia entonces una de las frases más duras que leemos en el Evangelio: “Apártate de Mí, Satanás”.
Como la Virgen
Y es que el discípulo no sólo debe confesar rectamente su fe en un Mesías crucificado y humillado, sino que debe seguirle fielmente por su mismo camino de donación, de entrega y de renuncia. Todo lo que sea salirse de la lógica de la cruz es deslizarse por los senderos de la lógica satánica, por la que vemos que el mundo de hoy se precipita sin conciencia. Ya lo decía el Señor: “Ancha es la senda que lleva a la perdición y cuántos van por ella. Estrecho y angosto es el camino que lleva a la vida, y qué pocos son los que la encuentran”.
Jesús no quiso excluir de ese camino ni siquiera a su misma Madre, a quien amaba tanto. Al contrario, Ella también tuvo que apurar el cáliz del dolor hasta el fondo.
Dios no nos promete la felicidad en esta vida. Nos pide que aprendamos a tomar nuestra cruz de cada día con amor y le sigamos para alcanzar la dicha eterna.
Y la Virgen Inmaculada también nos dice a cada uno de nosotros, como una vez a Santa Bernardita: “No prometo hacerte feliz en esta vida, sino en la eterna”.