El Evangelio de hoy nos narra un hecho conmovedor. Un hombre que estaba cubierto de lepra y se acerca a Jesús para que lo cure. La lepra era considerada entonces como una enfermedad incurable. Los miembros del enfermo eran invadidos poco a poco y se producían deformaciones en la cara, manos y pies. La carne se pudría y se caía. Todo eso acompañado de grandes dolores. Por temor al contagio la gente se apartaba de ellos. Incluso cuando alguien pasaba cerca, ellos tenían que gritar “leproso, leproso” o tocar una campanilla para que la gente no se acercara. Era una enfermedad muy humillante. Aparte de que se les consideraba legalmente impuros.
Confianza
Este leproso quizá habría oído hablar de Jesús, de la fama de sus milagros y lleno de esperanza se acerca a Él, a pesar de que estaba prohibido por la ley que un leproso se acercara a una persona. Pero ese Taumaturgo es toda su esperanza y él está dispuesto a arriesgarse.
Se dirige Jesús con esa tierna súplica: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Una frase llena de sencillez, de confianza, de humildad, de delicadeza. Y nos dice el Evangelio que Jesús se compadeció de Él. Esa oración sencilla y esa postura humilde y confiada le robaron el corazón al Señor.
Nuestra enfermedad
Dos enseñanzas muy valiosas nos deja este pasaje. La primera, la actitud del leproso. Todos nosotros podemos considerarnos como él: estamos enfermos, ya sea del cuerpo o del alma; tenemos pecado, estamos llenos de necesidades, de sufrimientos, de situaciones difíciles en nuestra vida o en la de nuestra familia.
A veces son situaciones humillantes, como la del leproso, por la cual nos sentimos señalados de los demás, despreciados… Humanamente no tenemos remedio ni solución. Pero tenemos una esperanza que no falla: Cristo Jesús. Es el momento de acudir a Él como lo hizo este leproso y decirle: “Señor, tengo esta necesidad, si quieres puedes ayudarme, si quieres puedes curarme, si quieres…”. Y esperar con confianza que el Señor nos atienda. Pero no creamos que porque no nos concede de inmediato lo que le pedimos es porque no nos ha escuchado. Dios siempre escucha, pero Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y tiene su tiempo y manera de obrar.
Compasión con el hermano
Por otro lado la actitud del Señor nos enseña cómo debemos ser nosotros con nuestros hermanos. Cuando este leproso se le acerca, Jesús no siente asco, no lo rechaza, no le dice: “aléjate de mí que estás incumpliendo la ley” o “no te acerques que me contagias”. No. Jesús se compadece de ese hermano que sufre y hace por él lo que está en su poder. El Señor está esperando que también nosotros seamos compasivos con nuestros hermanos, que no los rechacemos ni los despreciemos por ningún motivo, que no los juzguemos, que no huyamos de ellos, que hagamos por ellos lo que está de nuestra parte para ayudarlos. En estos tiempos en que debemos guardar distancia, en que el temor a contraer una enfermedad produce angustia y hasta pánico, meditemos que Dios usará con nosotros la misma medida que usemos con nuestros hermanos.
Remedio saludable
En otro sentido, la lepra es también figura del pecado. Así como esta enfermedad desfigura el cuerpo, de la misma manera el pecado desfigura nuestra alma. El pecado es peor que la lepra nos puede llevar a la condenación eterna, si se trata del pecado mortal. Pero así como Jesús no rechazó a este enfermo que le presentaba con humildad su pobreza, así tampoco rechazará a quien se acerque a Él arrepentido, reconociendo que tiene necesidad de su perdón y de su auxilio divino.
Para eso el Señor nos dejó un remedio saludable en el sacramento de la Confesión, donde podemos limpiarnos de esta lepra del pecado y donde Dios siempre está pronto para devolvernos su amistad.
Acudamos a la Virgen con confianza, como un niño pequeño acude a su madre cuando está enfermo y digámosle, tomando las palabras que el leproso dirigió a Jesús: “Madre, tengo esta necesidad, tengo esta enfermedad, tengo este problema…si quieres, puedes curarme”.