El Evangelio de hoy da inicio al discurso de Jesús acerca del «pan de vida», que se extenderá durante tres domingos sucesivos. Con la multiplicación de los panes, que recordamos el domingo pasado, Jesús preparaba a la muchedumbre a recibir el anuncio de un milagro mucho más sorprendente, la institución de la Eucaristía, donde Él mismo se hace nuestro pan, el «pan bajado del cielo» para alimento de nuestras almas. El milagro de la multiplicación debía suscitar la fe en Jesús. De ahí los dos grandes temas que aparecen en el Evangelio: la fe y la Eucaristía.
Después del milagro de la multiplicación de los panes, la multitud busca a Jesús entusiasmada porque han visto en Él al Mesías que viene a solucionar sus necesidades materiales y a cumplir sus ensueños políticos. Las gentes se han quedado sólo en el aspecto material del milagro, no han elevado su mirada al nivel de la fe. No han comprendido que el milagro material apunta a proporcionar no un alimento perecedero, sino el alimento que perdura para la vida eterna, la Eucaristía.
Que crean en el que Él ha enviado
Jesús sabe que los hombres lo buscan porque han saciado sus necesidades materiales, y Él entabla un diálogo con ellos para conducirlos a la fe en su persona y en su misión. El poder de hacer milagros es el sello con que el Padre lo acredita ante los hombres. Y la respuesta que Dios espera ante este don es que crean en el que Él ha enviado. Como los paisanos de Jesús no tienen esa fe, exigen de Jesús «signos» semejantes a la caída del maná del cielo, con el que Dios alimentó a Israel por cuarenta años en el desierto. Para ellos, ese milagro sí era portentoso, dando a entender que el milagro de Jesús de multiplicar el pan y los peces les parecía poca cosa en comparación con aquel otro milagro.
Danos siempre de ese pan
También a nosotros nos puede suceder que nos quedemos en la utilidad que nos reporta la fe, y cuando en ella no vemos ventajas materiales, cuando lo que nos ofrece son los bienes espirituales, los bienes de la salvación, corremos el peligro de no valorarlos, de que nos parezcan poca cosa. Dios ofrece a la muchedumbre un alimento muy superior al maná que ellos pedían. El pan que el Padre nos da es su propio Hijo, el verdadero maná bajado del Cielo, un pan que perdura y comunica vida eterna, la vida divina. Pero los judíos, no lo entendieron, no lo valoraron.
Tal vez, esperando un milagro que prolongase la multiplicación de los panes durante años, le dicen: «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús les revela claramente: Yo soy el pan de vida. Y este pan es la carne de Jesucristo. Un pan de vida capaz de saciar plenamente. Y este pan no alimenta solo a un pueblo, sino que da la vida al mundo entero. Cristo se ha quedado en la Eucaristía para darnos vida, de modo que nunca más sintamos hambre o sed. Y nos por unos años, sino desde hace siglos renueva cada día tan admirable milagro.
A la luz de esta revelación, tenemos que examinar nuestra relación con Cristo en la Eucaristía. ¿Agradezco al Padre este alimento que Él me ofrece? ¿Me acerco a la Eucaristía con hambre de Cristo? ¿Lo busco a Él como el único que puede saciar mi hambre, mis anhelos? ¿Lo deseo como el pan bajado del cielo que contiene en sí todas las delicias? ¿O busco saciarme y deleitarme en otras cosas que no son Él?
Que María, mujer heroica en la fe, acreciente nuestra fe y nos conceda tener un ardiente deseo de recibir la Eucaristía y un corazón agradecido.