En el Evangelio de hoy Jesús pregunta abiertamente a sus discípulos quién dice la gente que es Él y, después de varias respuestas, les pregunta a ellos mismos qué piensan de Él. Es entonces cuando Pedro, iluminado por el Espíritu Santo, hace esa maravillosa confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». A continuación, Jesús comienza a hablarles de su pasión, muerte y resurrección.
Aquí podemos comprobar, una vez más, que el seguimiento de Cristo debe hacerse a través de la fe, simbolizada en la confesión de Pedro, y en el sufrimiento, simbolizado en la predicción de la Pasión y en el mandato del Señor a tomar la cruz de cada día y caminar en pos de Él.
Seguir sus huellas
Cada uno de nosotros podría plantearse esta misma pregunta que Jesús dirige hoy a sus más íntimos: “¿Quién es Jesús para ti?”. De la respuesta que demos depende nuestra felicidad, porque sin Dios la vida del hombre no tiene sentido. Sin embargo, el aceptar a Dios en lo más profundo de nuestro ser conlleva unas consecuencias. El amor lleva a la imitación. Los cristianos estamos llamados, no sólo a confesar y a amar a Cristo, sino a seguir sus huellas. Es aquí cuando surge muchas veces el problema, porque hoy Jesús nos dice claro que para seguirlo debemos tomar la cruz.
Es necesario tener la luz del Espíritu Santo para poder comprender el misterio del dolor y su valor. Muchas veces, al igual que los apóstoles, “no entendemos”, son cosas “inimaginables”, “indigeribles”. Al igual que los apóstoles pensamos que el camino de Jesús debe ser de triunfo y victoria terrena, de crecimiento, de éxito, de felicidad terrena. Por eso, ante el dolor, muchas veces nos escandalizamos y procuramos apartarlo de nuestro lado.
La sabiduría de Dios
Para los que sólo piensan en la prosperidad y en la gloria terrena, el lenguaje de la cruz es incomprensible. Por eso San Pedro, ante el anuncio de la Pasión, exclamó: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda», Jesús le reprendió diciéndole sin más: «Apártate de mí, Satanás, pues tus miras no son las de Dios, sino las de los hombres» (Mt. 16, 22-23). Para la sabiduría de los hombres el sufrimiento es locura incomprensible, hasta hacerles perder su confianza en Dios e inducirles a murmurar de la divina Providencia.
Por el contrario, para la sabiduría de Dios, el sufrimiento es un medio de salvación y de redención. Y así como fue «necesario que el Mesías padeciese para entrar en su gloria» (Lc. 24, 26), del mismo modo es necesario que el cristiano pase por el crisol del sufrimiento y del dolor para llegar a la santidad y a la vida eterna.
Madre dolorosa y compasiva
Cuando sintamos que el camino se nos hace cuesta arriba y tengamos la tentación de abandonar al Señor o de desconfiar de Él, acudamos a María, nuestra Madre dolorosa y compasiva. También Ella subió al Calvario y sabe bien lo que es sufrir. Jesús nos la dejó, no sólo para que la imitáramos, sino para que, apoyados en su protección maternal, podamos superar las dificultades que se nos presenten a lo largo de la vida. La Virgen María hará más llevadera nuestra cruz y no permitirá que desfallezcamos bajo su peso.