En este segundo domingo de Navidad contemplamos la gloria del Hijo de Dios que se ha hecho carne. Ese Niño pobre y desvalido, que nace en una cueva de animales, es el Hijo del eterno Dios.
El prólogo de San Juan (Jn 1, 1-18) canta este sublime misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Y ante un hecho tan memorable no podemos menos que recordarlo con admiración y gratitud. San Juan, que ha comprendido como ningún otro tan gran acontecimiento y, lo más importante, que lo ha vivido profundamente, quiere impregnar nuestros corazones de sus mismos sentimientos, quiere que también nosotros lo vivamos, que lo saboreemos y nos dejemos transformar por él.
Partícipes de Su misma alegría
El Misterio de la Navidad no es algo pasajero. El Hijo de Dios ha plantado su tienda entre nosotros y ya para siempre se queda con nosotros. Se ha hecho uno de nosotros, de nuestro mundo, para hacernos a nosotros «ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20). Quiere convivir con nosotros, busca estrechar lazos de familiaridad y de intimidad. Desea que le veamos, que le escuchemos, que le palpemos (1 Jn 1, 1). Jesús hoy quiere hacerme partícipe de Su misma alegría.
El Verbo se hizo carne, se hizo pan, se hizo don. Nada hay más extraordinario. Quizá hayamos perdido la capacidad de asombro, de valorar lo que significa que Dios se ha hecho don para cada hombre que abre su corazón para recibirlo. Pues no se trata de darnos cosas ni objetos materiales. Eso ya sería grande. Lo que causa estupor es que Dios mismo se ha hecho don para mí, para cada ser humano.
Cuántas veces nos sentimos pobres, desgraciados o desdichados. Y ni se nos ocurre pensar que Dios me ama, me ha hecho hijo suyo, que Dios me está esperando, que Dios quiere darse para colmar mi corazón, para sanar mis heridas, para saciarme de su amor. El misterio de Navidad debe suscitar nuestra admiración ante un don tan excepcional.
Hijos de Dios
No bastará la eternidad para dejar de sorprendernos ante este gran misterio. No era una “necesidad” de Dios. Dios no se siente obligado por nadie; ni al hacerse hombre perfecciona su divinidad. Sólo el amor lo explica, el amor que es difusivo y generoso. El amor de Dios que quiere compartir nuestros dolores y sufrimientos para salvar a su criatura hundida en las tinieblas y sombras de pecado y de muerte.
Que se alegren los desanimados, puesto que su Salvador ha nacido; que se regocije el pecador, porque se le invita al perdón; que se anime el desesperado, porque en la ternura de ese Niño de Belén reside la fuerza de Dios para romper nuestras impotencias.
Que en esta fiesta nadie se sienta excluido, que nadie se sienta alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo. “Dios nos ha destinado a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo”. La grandeza y plenitud del don nos hablan de la grandeza y plenitud de Dios que así se da.
Testigos de la Luz
Y como es de bien nacidos ser agradecidos, que nuestra gratitud nos lleve a nosotros, como a Juan Bautista, a ser testigos de la Luz, de este inconmensurable don, para contagiar esperanza a tantas personas que viven hundidas en la desesperanza, el vacío y el sinsentido de sus vidas.
Ese Niño de Belén necesita testigos convencidos y audaces, que no tengan miedo de entregar la antorcha de su testimonio cristiano a los demás.
Que María, Madre de la Esperanza, que fue la primera en abrir su corazón al don de Dios y se dejó inundar del gozo y del amor de Dios, Ella que fue la primera testigo y apóstol de este misterio, nos enseñe a entregarnos por entero, a difundir esa gran alegría que hemos recibido y a sembrar anhelos de Dios y de cielo en un mundo hundido en el odio, la violencia y la muerte.