En el transcurso de su larga subida a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, Jesús quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo. El Señor es exigente, porque así es el amor. Ya desde el primer paso hay que estar dispuesto a “renunciar a todos los bienes”, no sólo materiales, sino también afectivos. En algunos ese renunciamiento será radical. En otros no. Pero en todos aquellos que deseen ser verdaderos discípulos de Cristo, debe haber un renunciamiento afectivo. Es decir, hay que poner a Dios en el centro de nuestro corazón y sólo desde Él amar a los demás.
Amar a los padres, hermanos, hijos o parientes por encima de Dios es todavía no haber asimilado la doctrina del Maestro ni estar convencido de su derecho preeminente como Creador, como Dios, como Salvador, a ocupar el primer lugar.
Un don del Espíritu
Lo que Jesús dice parece duro y exigente. Por eso es necesario que estas verdades nos las haga comprender el mismo Espíritu Santo, que viene en ayuda de nuestra debilidad. Ese Divino Espíritu hará que estas enseñanzas nos resulten atractivas y encontremos en ellas el gozo, porque cuando uno ama de verdad, siente inmensa satisfacción de jugárselo todo por el amado.
Esta sabiduría, que es don del Espíritu, no sólo nos hace entender las palabras de Cristo, sino que suscita en nosotros el deseo de cumplirlas en totalidad y con perfección. Es sólo el amor apasionado a Jesucristo el que nos hace estar dispuestos a perderlo todo por él, a no poner condiciones, a no anteponer a él absolutamente nada. Cuando no existe ese amor o se ha enfriado, todo son «peros», se calcula cada renuncia, se recorta la generosidad, se frena la entrega.
Sólo quien alcanza ese amor absoluto es feliz. La tacañería o medianía con Dios nunca trae satisfacción. Por el contrario, la generosidad trae consigo gozo y plenitud. Esto lo podemos ver en la vida de todos los santos y de todas las almas que han puesto a Dios en primer lugar.
Toda de Dios
Pero en ninguno lo contemplaremos mejor que en María, la Toda de Dios, la siempre entera, la nunca partida ni dividida, porque todo su corazón, toda su vida, todo su amor tenía un único motor: Dios.
Y de tal manera se entregó a ese amor total y se dejó invadir por Él, que nadie como Ella es capaz de amar a los hombres. Porque sólo en la medida en que un alma se llena de Dios, puede amar a los hermanos con el amor del Padre.
Pidámosle a Ella, la Madre del Amor Hermoso, que nos conceda comprender estas verdades y llevarlas a la práctica, para que nunca antepongamos a Dios ningún otro querer o interés.