En el Corazón Inmaculado de María podemos alcanzar las gracias de Dios, que nos darán fortaleza. El 13 de mayo de 1917, la Virgen de Fátima dijo a los tres pastorcitos, tras su generoso ofrecimiento, que ‘la gracia de Dios sería su fortaleza’.
En ese momento les infundió la luz que la llenaba a Ella misma, que era Dios. En la luz de la Señora, encuentran ellos a Dios. Ahí está Jesús Eucaristía: ¡Dios mío, os adoro en el Santísimo Sacramento!
El Corazón Inmaculado de la Señora, sagrario donde también mora Jesús, será para la Hermana Lucía el refugio y el camino que le conducirá hasta Dios. Y esta promesa no es solo para ella, al quedar sin la compañía de sus primos, sino para todos nosotros. ¡En María encontramos a Jesús!
En el Corazón Inmaculado de la Madre, y en el Corazón Eucarístico de Jesús encontraremos “nuestro refugio y fortaleza, poderosos defensores en el peligro” (Cf. Salmo 45).
El Santísimo Sacramento, Fuente y Milagro de fortaleza
La fortaleza es firmeza de ánimo o energía de carácter, condición general de toda virtud verdadera y constante. También es el nombre de una virtud especial, que puede definirse como una virtud cardinal infundida con la gracia santificante, que enardece el apetito irascible y la voluntad para que no desistan de conseguir el bien arduo o difícil, aun con peligro de la vida corporal.
Nuestra vida en la tierra es milicia, lucha. Por el Bautismo y la Confirmación somos soldados de Cristo: unas veces hay que atacar para la defensa del bien, reprimiendo o exterminando a los enemigos del alma, y otras hay que resistir con firmeza sus asaltos para no retroceder un paso en el camino emprendido.
El hombre, alimentado con la Eucaristía, con su alma fortalecida por el Maná celestial, se olvida de sí mismo y se inmola.
“Frente a la adversidad, los fieles encontramos en este divino manjar toda la fuerza que necesitamos para arrostrarla. Cuando nos abruman contrariedades o nos vemos calumniados y agobiados por toda suerte de aflicciones, si recurrimos a la Eucaristía hallaremos en ella paz y sosiego; si estamos acosados por mil tentaciones, los fieles soldados de Jesús encontramos en la Comunión el vigor necesario para sobreponernos a los asaltos de los hombres y del infierno.
En vano se buscará fuera de la Eucaristía esa fuerza sobrehumana. Si allí se encuentra es porque Jesús, el Salvador, el Dios fuerte, reside en ella realmente.” (S. Pedro Julián Eymard).
Santa María vivía centrada en Dios. El amor da fuerza para todo. Dios no le ahorró dificultades y contrariedades con las que se acrisolara más y más su virtud. En ellas demostró una gran energía, una fortaleza extraordinaria. ¡Cuánta lucha y vigilancia necesitó para no perder la plenitud de gracias que había recibido del Señor, para aumentarlas y para corresponder a su altísima vocación!
Nosotros, cuando comulgamos, recibimos a Jesucristo, con su excelente séquito de gracias sacramentales y aumento de gracia santificante. Podemos vivir como María, ‘endiosados’. Sin embargo, también requiere de nosotros una lucha valiente contra los enemigos externos, y contra los internos: egoísmo, sensualidad, impaciencias, etc., y los pecados veniales habituales. Pidamos a Santa María las gracias para vencer las dificultades. Ella es para el demonio ‘terrible como un ejército en pie de batalla’.
Acudir a Jesús Eucaristía
Jesús está verdaderamente en la Eucaristía, vivo, amante como un Padre que espera a sus hijos. Se abaja a su criatura para hacerse todo a todos. Si necesitamos consuelo, él nos consuela. Si pedimos fe, nos la aumenta; si nos arrepentimos, Él perdona; si le queremos consolar, Él se deja consolar; si necesitamos fuerza y paz, nos ayuda.
Bien hacemos en recurrir al Fuerte, nosotros tan quebrantados por nuestra debilidad y nuestros pecados. Mientras estamos en este destierro, combatidos por el mundo, el demonio y la carne, necesitamos hacernos violencia, luchar contra esas seducciones.
¿Qué es lo que necesitamos para luchar contra las seducciones del mundo y contra nosotros mismos? ¿Fortaleza? Pues por medio de la contemplación de la Eucaristía y de la Comunión, que es la unión perfecta con Jesús, conseguimos esta fortaleza. La dulzura que podemos sentir es una cosa pasajera, mientras que la fortaleza es cosa permanente. La fuerza es paz.
Para alcanzar la virtud de la fortaleza y de cristiana mortificación hay un modo eficacísimo entre todos y único, que puede perfeccionar los demás: es el amor de nuestro Señor y a la Virgen.
El Santo Sacrificio de la Misa
Uno de los efectos saludables que produce cada Sacrificio de la Misa en las almas de los que participamos en ella es debilitar el imperio de Satanás y los ardores de la concupiscencia, consolida los vínculos de nuestra incorporación a Cristo y preserva de los peligros y desgracias.
El pecador se reconcilia con Dios, el justo se hace más justo, se cancelan las culpas, se aniquilan los vicios, se alimentan las virtudes y los méritos, y se rebaten las insidias diabólicas”.
Así, nuestra lucha se facilita enormemente con estas gracias.
Si es verdad que todos tenemos necesidad de tener gracias para esta vida y para la otra, con nada se pueden obtener como con la Santa Misa. San Felipe Neri decía: “Con la oración pedimos a Dios las gracias; en la Santa Misa Le obligamos a dárnoslas… En la Santa Misa, nuestra plegaria va unida con la plegaria sacrificada de Jesús que se inmola por nosotros.
Especialmente durante la plegaria Eucarística y la Consagración, que es el corazón de la Santa Misa, la plegaria de todos nosotros se convierte en la plegaria de Jesús presente entre nosotros. Hay dos momentos poderosos para recordar e implorar gracias por los vivos y los difuntos, precisamente en los instantes supremos de la Pasión y Muerte de Jesús entre las manos del sacerdote.
En la Santa Misa, momento en que María está como mujer fuerte al pie de la Cruz, pidamos poder imitarla.