La entrada triunfal de Jesús en el templo, que meditaremos el Domingo de Ramos, y la expulsión de los mercaderes, que nos presenta el Evangelio de hoy (Jn 2, 13-25), son expresión de los plenos poderes de Jesús y de que ha llegado el momento del cambio del mundo: el valor príncipe = Dios.
Ante el reclamo de los judíos, el Señor, con su autoridad divina, les da a conocer que Él es el nuevo templo, que será destruido en la cruz y reconstruido al tercer día por el Poder de Dios.
En este templo que es Jesús estamos llamados nosotros a morar y a permanecer, lo mismo que Él mora en el seno del Padre. Ante la variedad de caminos que nos presenta el mundo de hoy con el engaño de que todos llevan a la felicidad, Jesús es el único Camino que conduce a ella.
Dios, Centro de nuestra vida
Ante la multiplicidad de “medias verdades”, ambigüedades que llevan a la confusión o el engaño de que cada uno construye su propia verdad, Jesús es la única Verdad inmutable y cierta. Ante una cultura de la muerte que amenaza con llenarnos de pesimismo y desesperanza, Jesús es la Vida verdadera que nos dará la felicidad plena.
Por eso la conversión cuaresmal nos invita una vez más a poner a Dios en el centro de nuestra vida y a expulsar de ella todas esas cosas que convierten nuestra alma en un “mercado”.
Asistimos hoy a la lucha agresiva por la destitución de Dios de la vida del hombre y por la divinización del hombre. Al vivir inmersos en este mundo corremos el peligro de dejarnos llevar por la marea y terminar pensando como piensa el mundo y no como piensa Dios. Y una de las tácticas del enemigo es la “desacralización” de la sociedad.
Poco a poco, sin darnos cuenta, vamos perdiendo el sentido de lo sagrado, de lo trascendente, de lo divino, de lo sobrenatural, para pasar a vivir lo chabacano, lo mundano, lo terreno, lo intrascendente. Y, quizá, nos puede suceder como a los judíos del tiempo de Cristo, que con el pretexto de trabajar para el templo, habían convertido ese lugar sagrado en algo profano.
Como nos enseñan los santos y maestros de la vida espiritual, en la medida en la que un alma se va a cercando más a Dios, va siendo más consciente de la propia nada y pequeñez y de la grandeza y santidad de Dios y obra en consecuencia. Ese es el verdadero culto que espera el Señor de nosotros, un culto en espíritu y verdad.
Mirar a la Madre
Contemplemos una vez más la figura de nuestra Madre. Ninguna criatura había sido ni será nunca elevada a tan alta dignidad como Ella lo fue.
Sin embargo, eso no le sirvió a Ella sino para humillarse más ante la majestad de Dios, que se dignó posar su mirada “sobre la pequeñez de su esclava”.
Eso es lo que Dios espera de nosotros. Que lo amemos, lo adoremos, lo respetemos y lo pongamos en el lugar que le corresponde: en el centro de nuestras vidas.