En este II Domingo de Pascua el Señor nos regala uno de sus más preciosos dones: El mismo Espíritu Santo. Ya Él nos lo había prometido de antemano: «No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18).
Consciente del arduo camino que debe recorrer todo verdadero seguidor suyo, Jesús nos promete una asistencia divina que nos acompañará a lo largo de nuestra vida y para toda circunstancia, pues como variadas y complejas son nuestras necesidades, así de variados y plenos son los dones del divino Paráclito: Consuelo, fortaleza, luz, calor, guía, protección, amparo, defensa…
Jesús, que había gritado «el que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37), se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu. Por eso debemos acercarnos a Cristo Resucitado con sed ardiente de beber el Espíritu que mana de Él.
Misión del Espíritu Santo
Gracias al Espíritu Santo, el discípulo es capaz de ver todo desde el punto de vista del mismo Dios: los diminutos y oscuros actos cotidianos como los más grandes y revolucionarios de la Historia. La misión del Espíritu Santo es hacerme descubrir en todo acontecimiento, el hilo y la trama de la voluntad de Dios que conduce todo para mi mayor bien y felicidad.
Esto lo comprendieron los apóstoles después de Pentecostés. Se dieron cuenta que lo que para ellos en un principio constituía un fracaso y un desastre, como era la muerte en cruz de su Maestro, era en realidad la muestra más palpable del amor de Dios hacia la humanidad.
En la incredulidad de Tomás descubrimos la actitud del hombre carente del Espíritu. Ante los sufrimientos, reveses, fracasos, dolores, surge la actitud de rechazo hacia Dios, de pérdida de fe y esperanza, su vida se vuelve oscura y sin sentido.
La llena del Divino Espíritu
Por el contrario, el Espíritu de Dios es capaz de dar un sentido luminoso y esperanzador incluso a quienes viven sumidos en la más terrible prueba, como lo vemos de manera inigualable en María Santísima, quien fue capaz de permanecer de pie ante la cruz de su Hijo sin desesperar, contemplando con ojos de fe en medio de la más oscura noche, la luz de Dios que brillaba en Ella. Esperando contra toda esperanza.
Es así como nosotros debemos vivir la resurrección del Señor. No esperando vernos libres del dolor y la cruz, sino aprendiendo como María a descubrir en cualquier sufrimiento de nuestra vida el amor de Dios que desea purificarme e identificarme cada vez más con Él, santificarme y salvar a través de ese dolor aceptado a muchas almas que viven sumidas en la oscuridad.