«Permaneced en mí». Ese es el mandamiento que nos da Cristo y que en cierto modo resume toda la actividad y la vida del cristiano. Por el bautismo somos injertados en Cristo y, así como la vida del sarmiento depende de su unión con la vid, así la vida de todo bautizado depende de su unión con Cristo.
Nuestra relación con el Señor no debe ser a distancia ni tampoco es suficiente acordarnos de Él de vez en cuando o invocarlo sólo en los momentos de apuro. Vivimos en Él y Él vive en nosotros por la gracia. Es una unión permanente, continua, vital, que debe hacerse cada vez más estrecha, consciente, íntima.
Esta es la clave para el crecimiento en la vida espiritual y para dar frutos de vida eterna, de lo contrario la vida del cristiano será una vida estéril e infructuosa, sin referencia ni valor eterno. Y por desgracia, ¿no es así como viven muchos que se llaman cristianos? Lo son de nombre pero, en sus vidas, Cristo no cuenta. ¿Qué sentido puede haber en almas que están llamadas a vivir con Dios por toda la eternidad y ya desde ahora no les interesa cultivar esa amistad divina?
La meditación de este Evangelio nos invita a examinar si estamos viviendo esas dos actitudes que el Señor nos señala: Permanecer y dar fruto.
Permanecer
Permanecer en mutua intimidad de pensamiento y vida. Permanecer es fidelidad. Fidelidad es el amor que no traiciona, que dura a través de las pruebas y el tiempo. Ser cristiano no consiste en apuntarse a una ideología. Creer es aceptar la presencia activa de Cristo en nuestra vida concreta: en el diálogo interior y continuo que mantengo con Él, en la irradiación que Él proyecta a través de mí. Cuando esta presencia pasa a ser consciente, la vida se transfigura en Evangelio, en signo vivo de Cristo que pasa por el mundo a través de mí.
Dar fruto
Condición de vida para todos y cada uno de los «sarmientos» porque al sarmiento estéril, Dios lo aparta de su Vid. Dar fruto significa cumplir el mandato de Cristo realizando obras de Amor-servicio como lo hizo Él entregando su vida hasta la última gota de sangre. Es desgastarse por la salvación de las almas, es llevar por todas partes el buen olor de Cristo.
Cuando la Iglesia y cada cristiano celebra la Eucaristía, y en ella reconoce su identidad, aprende que su destino es darse también por la salvación del mundo, con un Amor sin medida.
En María
Y para vivir unidos a Cristo, un camino seguro y eficaz es habituarnos a vivir en María continuamente, con abandono, ya que en el orden espiritual, no hay distancias; una verdadera comunión existe entre nosotros y nuestra Madre.
Dios quiso venir al mundo y darse a los hombres a través de María. Por eso también ahora desea que las almas vayamos a Él por el mismo medio.
Permanecer en María es dejar que Ella se encargue de formar a su Hijo en nosotros de suerte que podamos llegar a decir un día como San Pablo: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.