«¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!» (Lc 19, 38). Con estas palabras, la población de Jerusalén acogió a Jesús en su entrada en la ciudad santa, aclamándolo como rey de Israel. Sin embargo, algunos días más tarde, la misma multitud lo rechazará con gritos hostiles: «¡Que lo crucifiquen, que lo crucifiquen!» (Lc 23, 21). La liturgia del domingo de Ramos nos hace revivir estos dos momentos de la última semana de la vida terrena de Jesús. Nos sumerge en aquella multitud tan voluble, que en pocos días pasó del entusiasmo alegre al desprecio homicida… Ante la multitud que se había congregado para escucharlo, Cristo proclamó: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Así pues, esta es su respuesta: todos los que buscan al Hijo del hombre, lo verán, en la fiesta de Pascua, como verdadero Cordero inmolado por la salvación del mundo. (Homilía Domingo de Ramos – S.S. Juan Pablo II, 4 de abril de 2004)
Si tú conocieses siquiera en este tu día lo que hace a tu paz
Todos miran a Jesús. Por entre la muchedumbre cunde una conmoción misteriosa, que se apodera de todos en un momento. Jesús, el Profeta, el Mesías, quiere hablar. Ahora va a manifestarse y a proclamar su reino.
Jesús echa una mirada sobre la ciudad; la ciudad sobre la roca, con sus casas y sus azoteas de piedra, es para Jesús un símbolo de sus habitantes. De corazones duros como la piedra, le persiguen sin tregua. Pero Él no piensa en su propia muerte – pues la ha aceptado de la mano del Padre- sino del juicio que caerá sobre la ciudad a la que ama con mas ardor que todos los israelitas, a pesar de que ella le odia a él más enconadamente que todas las otras ciudades.
Y en medio de todo aquel júbilo, las lágrimas empiezan a desbordarse de sus ojos y el canto lúgubre del amor despreciado brota de sus labios. Allí está en pie, extendiendo amorosamente sus brazos al radiante panorama que en aquel momento ve hundirse para siempre: allí está la ciudad del templo, de la Ley y de los doctores. Aquí, alrededor de Él, los sencillos pescadores de Galilea; éstos han comprendido; los sabios de allá dentro, no.
«¡Ah!, si tú conocieses siquiera en este tu día lo que hace a tu paz; pero ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te cercarán con trinchera y te pondrán cerco, y te sitiarán por todas partes, y te arrasarán a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación». ¿Esta escena no se repite en el mundo estos días?
Lágrimas del Rey que camina hacia la cruz
Próximo a su Pasión, Jesús llora nuestra ceguera, pues en tan poco estimamos el bien que está a punto de ofrecernos con la entrega de su vida.
El Siervo de Dios, Fulton J. Sheen, escribía: En la vida de cada individuo y en la de cada nación hay tres momentos: un momento de visitación o privilegio, en que Dios derrama sus bendiciones; otro, en que el hombre rechaza a Dios y se olvida de Él, y otro, finalmente, en que la condena descarga sobre el hombre con consecuencias desastrosas. El juicio condenatorio y la calamidad subsiguiente son fruto de las decisiones del hombre y demuestra que el mundo está guiado por la presencia de Dios. Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén mostraban a Jesús como el Señor de la historia, dando su gracia a los hombres y, sin embargo, sin destruir jamás su libertad de aceptarla o rechazarla. Pero, al desobedecer su voluntad, los hombres se destruyen a sí mismos; al darle muerte, mataban sus propios corazones; al negarle, llevaban a la ruina su propia ciudad y su propia nación. Tal era el mensaje de sus lágrimas, las lágrimas del rey que caminaba hacía la cruz.
La única respuesta
En nuestra sociedad tememos la enfermedad, la muerte, las calamidades, con toda la gravedad que encierran, pero muchas veces no caemos en la cuenta de que hay un mal mayor, un virus mucho más grave, que existe desde Adán y Eva y, sin embargo, no nos hemos preocupado por erradicar: el pecado. El pecado, que es nada menos que la causa de la Pasión y muerte de Nuestro Señor.
Por ello, la única respuesta ante las tribulaciones, epidemias y tragedias que nos toca vivir hoy -y que son instrumentos en manos de la Divina Providencia para despertamos del sueño de nuestra pereza y egoísmo- es la conversión sincera a Dios por medio de la oración y de la penitencia.
A las puertas de la Semana Santa por qué no hacer un buen examen de conciencia para pedir perdón, para dejar lo que sabemos que ofende a Dios, para cambiar lo que estemos haciendo mal y así disponernos a recibir todo el amor que Dios quiere ofrecernos para superar estos tiempos calamitosos con espíritu de fe y generosidad.
Pidamos a Santa María, Reina del Cielo y Señora del mundo, que interceda por nosotros. Ella, que estuvo intrépida y fiel junto a la Cruz de su Hijo sufriendo dolor mortal, haciéndose una con su Hijo moribundo por el amor, para cooperar a nuestra salvación nos dé valor para romper con los lazos del pecado y confianza para mantenernos como Ella, inquebrantables y fieles a Dios ante el peso de la prueba.
Fuente ad Sensum: La Vida de Jesús en el país y pueblo de Israel por Franz Michel Willam