El tercer Domingo de Adviento, llamado tradicionalmente Domingo «Gaudete», a causa de su primera palabra en latín, es una apremiante invitación a la alegría porque el Señor está cerca.
Contagiosa alegría
La experiencia de Jesús, «Dios con nosotros», provoca un sentimiento que debe colorear toda nuestra vida: la alegría, que es gozo, alborozo, júbilo, regocijo.
La historia de la vida por dramática que sea, ha quedado convertida en gozo para aquel que se decide a acercarse a Jesús. El fundamento de esta alegría es solo uno: Dios con nosotros, Dios, al cual me abro.
Por eso nos dice Jesús: «Alegraos y saltad de gozo y regocijaos, que vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6,22-23). Dios nos da felicidad profunda, incluso cuando nos cuesta cumplir el deber, o prestar amor-servicio renunciando a los propios intereses y comodidades.
¡Qué contraste con el dolor del que vive el alejado de Dios! La civilización actual es técnica en explotar el ansia de felicidad del hombre en la industria enormemente lucrativa de la diversión, sin escrúpulos morales. Sumerge así al hombre moderno en la más catastrófica autodestrucción e infelicidad.
El discípulo auténtico de Cristo irradia siempre contagiosa alegría: espiritual, benéfica, profunda, sacrificada.
Anunciador del Adviento
Sobre el texto evangélico, San Juan Pablo II comentaba el 13 de diciembre de 1981: Juan es voz. «Juan es la voz, pero el Señor (Jesús) es la Palabra que existe desde el principio. Juan era una voz provisional, Cristo desde el principio era la Palabra eterna». (San Agustín).
Así, Juan no es el Mesías, ni Elías, ni el Profeta. Y, sin embargo, predica y bautiza. «Entonces, ¿por qué bautizas?», preguntan los enviados de Jerusalén. Esta era la causa principal de su inquietud. Juan predicaba repitiendo las palabras de Isaías: «Allanad el camino del Señor», y el bautismo que recibían sus oyentes era el signo de que las palabras provocaban su conversión; los enviados de Jerusalén preguntan, pues: «¿Por qué bautizas?». Juan responde: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». Juan es un precursor: sabe que Aquel al que esperan, viene «detrás de él».
Por lo tanto, San Juan Bautista es anunciador del Adviento. Dice: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis». Adviento no es sólo espera. Es anunciación de la Venida. Juan dice: «El que debe venir ya ha venido».
El adviento de Juan se manifiesta con una actitud singular: la humildad. Dice: «no soy digno de desatar la correa de sus sandalias al que viene detrás de mí». Sabemos que la correa de las sandalias se las desataba el siervo al amo. ¡No soy digno! Se siente más pequeño que un siervo. Esta es la actitud del Adviento. La Iglesia la acepta plenamente y repite siempre con los labios de todos sus sacerdotes y de todos los fieles: «Señor, no soy digno…». Y pronuncia estas palabras siempre ante la venida del Señor, ante el adviento eucarístico de Cristo: «Señor, no soy digno…». El Señor viene precisamente hacia los que sienten en lo más hondo su indignidad y la manifiestan.
Causa de nuestra alegría
La segunda lectura del apóstol san Pablo nos dice «Estad siempre alegres». Abramos nuestro espíritu a esa invitación; avancemos con alegría hacia el misterio de la Navidad. María, que esperó en silencio y orando el nacimiento del Redentor, nos ayude a hacer que nuestro corazón sea una morada para acogerlo dignamente.
La llamada de Cristo impone renuncias, pero al tiempo quiere suscitar ante todo la alegría. La palabra «alégrate» que ha dominado la existencia de María, es el modelo de nuestro compromiso con Dios.
María contribuye al desarrollo de la alegría en la Iglesia y en cada alma. El anhelo de ver felices a sus hijos inspira constantemente su acción maternal.
Ella sabe que la alegría conduce a la generosidad. Un clima de alegría contribuye a la apertura y a la disponibilidad y favorece relaciones de comprensión y de ayuda. Mientras la tristeza lleva al replegamiento y tiende a cerrar los corazones en sus preocupaciones, la alegría los dilata y los acerca unos a otros.
Cuanto más acudimos a María, la sonrisa de la Virgen no se apaga en ninguna circunstancia y suscita en nosotros una alegría irradiante. Invoquemos a María con la dulce invocación de «Causa de nuestra alegría».