A medida que la Cuaresma avanza hacia su término, la Pasión del Señor se acerca y llena toda la Liturgia. Hoy es Jesús mismo quien habla de su Pasión, presentándola como el misterio de Su glorificación y de Su obediencia a la Voluntad del Padre.
El discurso viene provocado por la petición de unos griegos -gentiles- que querían ver al Señor. Y mientras estos paganos buscan acercarse a Cristo, los judíos -pertenecientes al pueblo escogido- están tramando su muerte. Es entonces cuando Jesús se declara abiertamente el Salvador de todos los hombres.
Su glorificación se realizará a través de la muerte comparada con la del grano de trigo que cae en tierra y muere para dar vida a la nueva espiga. De la muerte de Jesús nacerá el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, que acogerá a griegos y judíos, a hombres de toda raza, pueblo y nación.
Padre, líbrame de esta hora
Todos serán redimidos por Él y llamados a participar de su gracia y de su gloria. Jesús lo sabe, y ve con alegría que se aproxima este momento en el que a precio de Su Sangre rescatará a sus hijos cautivos por el pecado. Pero al mismo tiempo su alma se llena de tristeza, de dolor, de miedo. Por eso dice: “Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora?” E inmediatamente se sobrepone, gracias al amor infinito que tiene a Su Padre y a los hombres, por eso exclama: “Pero, si para esto he venido”.
Nunca vemos a Jesús tan humano como en estos momentos en los que su naturaleza tiembla ante lo que se avecina. Podemos pensar que, como perfecto hombre que era, Jesús sufrió un temor natural como el que experimentamos nosotros ante la proximidad de una prueba o un sufrimiento. Pero, por encima de esto, podemos también reflexionar, que la principal causa de tristeza en Jesús era el saber que su Pasión iba a ser en cierta manera inútil para muchos. No porque ella no tuviera en sí misma toda la fuerza divina para rescatar a la humanidad entera, sino porque muchos no iban a querer recibir esa gracia salvadora. Esa Sangre divina, derramada con tanto amor, iba a ser despreciada por muchas almas.
Me muero de tristeza
Ese grito de Jesús es un anticipo de aquel gemido de Getsemaní: “Me muero de tristeza” (Mc. 14, 34). Y, a pesar de eso, no se echó para atrás, ya que había venido precisamente para ofrecer a su Padre su vida como sacrificio expiatorio. Esto nos enseña cómo debemos actuar nosotros en nuestra vida cuando se nos presenta la cruz. Muchas veces vamos a sentir miedo, terror, angustia, hastío, deseos de huir de la cruz. Nos consolará entonces pensar que nuestro Maestro también tuvo esos sentimientos.
Pero al igual que Él, hemos de aprender a decir al Padre: “Hágase tu voluntad”. Y saber, en esos momentos, que el Señor está a nuestro lado. Por eso, cuando Jesús le pide a su Padre que lo glorifique, nos dice el Evangelio que se oyó una voz que decía: “Le he glorificado y de nuevo le glorificaré”. Era una confirmación de que el Padre estaba con Él y sacaría de ese aparente fracaso de la cruz, la verdadera vida para toda la humanidad. Precisamente, cuando sea elevado sobre la tierra, en la cruz, Jesús atraerá hacia sí a todos los hombres y al mismo tiempo rendirá al Padre la máxima gloria.
Cooperadores de la Redención
Por otro lado, los cristianos también estamos llamados a cooperar con Cristo en la salvación de las almas. Santa Teresa del Niño Jesús escribe que en una ocasión“mirando una estampa de Nuestro Señor en la cruz, me sentí profundamente impresionada por la Sangre que caía de una de sus divinas manos. Sentí un gran dolor al pensar que aquella Sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla. Tomé la resolución de estar siempre en espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino que goteaba de ella, y comprendí que luego tendría que derramarlo sobre las almas”.
La Madre Corredentora
La Santísima Virgen, como Corredentora, también padeció en su alma los tormentos de la Pasión de Cristo por nuestra salvación. Ella estuvo acompañando al Hijo, no sólo sosteniéndolo con su presencia, sino sufriendo y corredimiendo con Él.
Como afirmó San Juan Pablo II: «María, aunque concebida y nacida sin mancha de pecado, participó de una manera maravillosa en los sufrimientos de su divino Hijo, para poder ser la Corredentora de la humanidad.» y «Crucificada espiritualmente con su Hijo crucificado (cf. Ga. 2,20), María contempló con amor estoico la muerte de su Dios, “consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado” (Lumen Gentium, 58)
De hecho, en el Calvario, María se unió al sacrificio de su Hijo que llevó a la fundación de la Iglesia; compartió en lo más profundo de su corazón maternal la voluntad de Cristo “de reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn. 11,52). Habiendo sufrido por la Iglesia, María merecía convertirse en la Madre de todos los discípulos de su Hijo, la Madre que los uniría . . .
Los Evangelios no nos dicen si Cristo resucitado se le apareció a María. Sin embargo, como Ella estaba de manera especial cerca de la cruz de su Hijo, también Ella tuvo que haber tenido la privilegiada experiencia de su Resurrección. De hecho, el rol de María como Corredentora no terminó con la glorificación de su Hijo».
¡Cuándo debemos a esta Madre! Ella nos sigue acompañando en nuestro camino y nos enseña a cargar con amor y esperanza la cruz de cada día. Invoquémosla con confianza.
Fuentes:
- San Juan Pablo II. Saludo que dirigió a los enfermos después de su Audiencia General. 8 de septiembre de 1982.
- San Juan Pablo II. Discurso en el santuario de Nuestra Señora de la Alborada. Guayaquil, Ecuador. 31 de enero de 1985.