El día de la Resurrección por la tarde, tras haber confiado a los suyos la misión que había recibido del Padre –«Como me envió mi Padre, así os envío Yo»-, Jesús les da el Espíritu Santo. No se trata del don del Espíritu Santo en forma visible y pública, como sucederá el día de Pentecostés; sin embargo, es muy significativo que el día mismo de la Resurrección, Jesús haya derramado sobre los Apóstoles su Espíritu.
Institución del Sacramento de la Penitencia
De esta manera, el Espíritu Santo aparece como el primer don de Cristo resucitado a su Iglesia en el momento en que la constituye y la envía a prolongar su misión en el mundo.
Y con la efusión del Espíritu, la institución de la Penitencia, que con el Bautismo y la Eucaristía es un sacramento típicamente pascual, signo eficaz de la remisión de los pecados y de la reconciliación de los hombres con Dios, efectuadas por el sacrificio de Cristo.
Incredulidad de Tomás
Pero aquella tarde Tomás estaba ausente y cuando vuelve rehusa creer que Jesús ha resucitado, como quizás nos pasaría a nosotros.
Pasados ocho días Jesús vuelve y tiene compasión de la obstinada incredulidad del apóstol y le ofrece con infinita bondad las pruebas exigidas por él con tanta arrogancia. Tomás se da por vencido y su incredulidad se disuelve en un gran acto de fe: «¡Señor mío y Dios mío!»
Enseñanza preciosa que nos amonesta a no maravillarnos de las dudas y de las dificultades que pueden tener los demás para creer. Es necesario tener compasión con los vacilantes y los incrédulos y ayudarlos con la oración.
Dichosos los que sin ver creen
Jesús alaba la fe de todos aquellos que habrían de creer en Él sin el apoyo de experiencias sensibles. Frente a las dificultades y a la fatiga de creer, es necesario recordar las palabras de Jesús para hallar en ellas el sostén de una fe desnuda, pero segura por estar fundada sobre la palabra de Dios. La fe en Cristo era la fuerza que tenía reunidos a los primitivos creyentes en una cohesión perfecta de sentimientos y de vida.
Ejemplo de fe en la primera comunidad cristiana
Esta era la característica fundamental de la primera comunidad cristiana nacida del vigor con que los apóstoles atestiguaban la resurrección del Señor. Fe tan fuerte que los llevaba a renunciar espontáneamente a los propios bienes para ponerlos a disposición de los más necesitados, considerados verdaderos hermanos en Cristo. No era una fe teórica, ni ideológica, sino concreta.
Esta es la fe que hoy escasea. Para muchos que decimos ser creyentes la fe no ejerce influjo sobre nuestras costumbres y modo de vida. Es necesario volver a templar la propia fe con el ejemplo de la Iglesia Primitiva. Pedir a Dios, por intercesión de Nuestra Señora, una fe profunda, sobre todo en estos tiempos llenos de tantas dificultades y peligros para la vida natural y sobrenatural. Ya que en el vigor de la fe -que tenemos que alimentar en la oración y con los sacramentos- está la victoria del Cristiano. «Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1 Jn 5,4).
La Madre de la Misericordia
Nuestro Señor pidió a Santa Faustina Kowalska que la Fiesta de la Divina Misericordia se celebrara el Segundo Domingo de Pascua. Y el día de su canonización, 30 de abril de 2000, San Juan Pablo II designó este domingo como el Domingo de la Misericordia.
Veinte años antes, el Sumo Pontífice había escrito su Carta Encíclica «Dives in Misericordiae» -Rico en Misericordia-, de la que extractamos unos textos alusivos a Aquella que está indivisiblemente unida al Dios de la Misericordia:
Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el «beso» dado por la misericordia a la justicia. Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su «fiat» definitivo.
María, pues, es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia.
Habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional, «merece» de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena, en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como de aquella que a través de la participación escondida y, al mismo tiempo, incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pecadores. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad.
Fuentes Ad Sensum:
- Intimidad Divina del R.P. Gabriel de Santa M. Magdalena, OCD
- Carta Encíclica Dives In Misericordiae del Sumo Pontífice Juan Pablo II, 30 noviembre 1980.