La liturgia nos invita, en este cuarto Domingo de Pascua, a meditar el Evangelio del Buen Pastor. Jesús es el Pastor que ha dado la vida por sus ovejas y las ha devuelto al redil. El Buen Pastor no abandona a su rebaño en la hora del peligro, como hace el mercenario, sino que para ponerlo a salvo se entrega a sí mismo a los enemigos y a la muerte. Es el gesto espontáneo del amor de Cristo por los hombres: «Nadie me quita la vida, soy Yo quien la doy de Mí mismo” ( Jn 18). Y, como dice San Pablo en su carta a los Efesios: “Nos amó y se entregó por nosotros» (Ef 2,4).
El Buen Pastor arriesga su vida
En este misterio de misericordia infinita el amor de Jesús se entrelaza con el amor del Padre. El Padre es quien lo ha enviado para que los hombres tengan en Él al Pastor que los guarde y les asegure la verdadera vida. En su primera carta nos dice San Juan: «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos» (1 Jn 3, 1). Este amor el Padre nos lo ha dado en el Hijo, que por medio de su sacrificio ha librado a los hombres del pecado y los ha hecho participantes no sólo de un nombre, sino de un nuevo modo de ser, de una nueva vida: el ser y la vida de hijos de Dios.
Jesús arriesga y expone su vida a pesar del peligro de muerte que le acecha en favor de sus ovejas. Jesús pone en juego su vida para defendernos: «El Hijo del hombre ha venido a dar su vida para rescate de los que son muchos» (Mc 10, 45) y «Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros» (Lc 22, 29).
«El ladrón viene solamente para robar, sacrificar, matar. Yo he venido para que tengan vida y la tengan sobreabundante» (Jn 10, 10). Aquí el ladrón es el que roba a Dios, es el que quita a Dios sus ovejas en intento supremo de usurpación.
Pero Dios es un Dios celoso y Jesús, el fiel a Dios, se levanta celoso con un celo que lo lleva a la muerte y muerte horrible de la cruz.
El ladrón de las ovejas de Dios, para arrancarlas de Dios, les promete felicidad, abundancia, vida. Pero son los grandes mentirosos que no hacen otra cosa que llevarlas a la muerte al separarlas de Dios. No pueden hacer otra cosa por más poder y riqueza que ostenten esos ladrones.
Jesús a lo largo de sus tres años de actuación pública está siempre dispuesto a enfrentarse con la muerte por defender a sus ovejas. Jesús no es avaro de su vida, de conservarla para sí. Pero sí es avaro de darla generosamente por ti.
Conozco a mis ovejas
«Conozco a mis ovejas —dice Jesús— y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre» (Jn 14-15). El Señor nos conoce a cada uno personalmente y se interesa por nosotros. Tú eres importante para Dios. Nada de lo tuyo le es indiferente. Él conoce tus problemas, tus preocupaciones, tus anhelos, tus triunfos y tus fracasos, tus alegrías y tus tristezas.
Pero cabe preguntarnos: ¿lo conocemos nosotros a Él? No se trata de un simple conocimiento teórico, sino de un conocimiento vital que lleva consigo relaciones de amistad entre el buen Pastor y sus ovejas, relaciones que Jesús no duda en parangonar a las que existen entre él y el Padre. Y para ello es imprescindible la oración. Ésta es la verdadera vida de los hijos de Dios, que comienza en la tierra con la fe y el amor y culminará en el cielo, donde «seremos semejantes a Dios, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).
Un solo rebaño
En virtud de la obra redentora de Cristo todo hombre está llamado a formar parte de una única familia que tiene a Dios por Padre, de un único rebaño que tiene a Cristo por Pastor. Esta familia y este rebaño es la Iglesia, de la cual Jesús es piedra fundamental.
De aquí la necesidad de que todos los hombres entren a formar parte de la única Iglesia regida por Cristo. Sin embargo, el Señor también dice: «Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, y es preciso que yo las traiga» (Jn 10, 16). De hecho, son multitud las ovejas que están extraviadas, las que aún no forman parte de su Iglesia, y de ellas dice expresamente el Señor: “oirán mi voz”. Jesús ha venido para salvar a todos los hombres y no excluye a nadie. Él ha muerto por todos y está dispuesto a recibir a los que quieran aceptarlo, es decir, adoptar su doctrina, sus enseñanzas. Amoldarse a la manera de ser del Supremo Pastor.
La Divina Pastora
Pidamos a María, la Divina Pastora, que apaciente nuestras almas y que cuide a la Iglesia de Cristo, su Hijo, para que no se pierda ninguno de los que el Padre le ha dado. Que Ella vele con su maternal asistencia por la unidad y defienda la Iglesia y la doctrina Católica, tan amenazada por lobos que persuaden con doctrinas contrarias al Evangelio, como llegó a afirmar el Papa San Pablo VI: «el humo de satanás se ha infiltrado por las grietas de la Iglesia».
En estos tiempos difíciles, oscuros y confusos, que María conserve la luz de nuestra Fe y nos enseñe a reconocer y seguir la voz del Buen Pastor Jesús para que no nos dejemos «arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas». (Hb. 13, 9a)