En el Evangelio de hoy (Lc 14,1.7-14) Jesús quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo: la humildad y la caridad. Y lo hace por medio de dos parábolas. En la primera nos enseña que no debemos buscar los primeros puestos. Porque “el que todo el que se ensalce será humillado y el que se humille, será ensalzado”.
El camino para atraernos las complacencias de Dios es la humildad. Pero ¡cuánto nos cuesta esta virtud! Cuántas veces nos quejamos o nos herimos si somos pospuestos; nos irritamos si alguna vez no se nos rinde el honor que creemos que se nos debe; buscamos sobresalir ante los demás. Todas esas actitudes, nacen de la soberbia que busca siempre su propia excelencia. Si obramos así aún no somos perfectos discípulos de Cristo, porque es señal de que al practicar nuestra fe estamos buscando el aplauso de los hombres y no únicamente la gloria de Dios.
Apuntar hacia el modelo
Estas palabras pueden resultar duras a nuestro amor propio, pero es necesario reconocerlas con sinceridad, pues es el primer paso para comenzar a cambiar y para dar lugar a Dios de que sane nuestro corazón. Si no reconozco que estoy mal, nunca haré nada por mejorar.
Miremos a Jesús, nuestro modelo. Él, siendo Dios, se rebajó hasta donde ninguno de nosotros ha llegado nunca. Y después nos dijo: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Luego, para ser humildes, debemos imitar su vida.
María, como primera y perfecta discípula, comprendió y asimiló muy bien estas enseñanzas. La humildad de María, como dice Santa Teresa, fue la que a atrajo a Dios del cielo a sus purísimas entrañas. Y si Dios, a la vista de su humildad, ha ensalzado tanto a algunos santos, ¿qué humildad vería en María para colmarla y engrandecerla tanto cuanto lo hizo? Y a pesar de tantos dones de los que fue colmada, Ella nunca se antepuso a nadie sino que permaneció siempre a la sombra de su Hijo.
Amor desinteresado
Luego Jesús nos da otra lección: la caridad. Y nos enseña que, cuando demos un banquete no invitemos a los ricos y a los que pueden pagarnos, sino a los pobres, porque entonces será Dios mismo quien nos recompense.
Hacer el bien a los que te lo pueden pagar es avaricia; hacer el bien a los que te lo van a agradecer es interés; pero hacerlo a quienes de ninguna manera te lo van a pagar ni agradecer es caridad, pues lo haces solo por amor a Dios y será Él quien te recompense.
Si quieres atraerte las miradas de Dios, sé humilde.
El amor de María
Es así como nos ama María, con un amor totalmente desinteresado.
Ella no ha recibido de nosotros más que dolores y pesares. Y, sin embargo, su amor y su benevolencia hacia nosotros nunca disminuye, ya que por nuestra salvación no dudó en entregar a su mismo Hijo.
Por eso nunca desconfiemos del amor de María, pues su amor no se basa en nuestros méritos sino en su bondad de Madre.
Y en eso estamos también nosotros llamados a imitarla, en amar a nuestros hermanos como Ella nos ama.