El gran Don pascual de Cristo es el Espíritu Santo. Para esto ha venido Cristo al mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para darnos su Espíritu. De esta manera Dios colma insospechadamente sus promesas: «Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un Espíritu nuevo» (Ez 36,26). Necesitamos del Espíritu Santo, pues «el Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). El Espíritu Santo no sólo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla dándonos fuerzas y gracia: «Os infundiré mi Espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,27).
En el Evangelio de hoy (Jn. 20, 19-23) contemplamos la transformación que la Pascua de Jesús provocó en sus discípulos. Ellos estaban encerrados en casa por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre.
El gran Don
Pero Jesús ama a los suyos y ahora cumple la promesa que había hecho durante la última Cena: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14, 18) y esto nos lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises. Su Espíritu nos acompaña y nos guía, más aún, vive en nosotros.
Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada de Jesús. El Señor les dice: «Paz a vosotros» (v. 21). Es evidente que no se trata sólo de un saludo. Es un don que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una consigna: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Jesús resucitado ha vuelto a los discípulos para enviarlos. Él ya ha completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus hijos dispersos. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho miedo. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado comienza un mundo nuevo.
Con el envío de los discípulos en misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo, pueblo que cree en él y en su obra de salvación, pueblo que testimonia la verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida que no muere, traída por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la muerte.
Madre de la Iglesia
En este día de Pentecostés, miremos a Aquella que Cristo dejó como Madre de la Iglesia. La misión de María en la primitiva comunidad cristiana consistió en conservar la unidad y formar a los apóstoles para la efusión del Espíritu Santo, que los transformaría en hombres nuevos y valientes evangelizadores.
Esa obra de transformación que realizó el Espíritu Santo en los apóstoles es la que quiere realizar en cada alma que desea acogerlo.
Permanezcamos, pues unidos a María. Ella, con sus oraciones e intercesión atraerá también sobre nosotros al Divino Espíritu y se realizará en nosotros un nuevo Pentecostés.