Primera aparición
Estas fechas no puedo precisarlas con certeza, porque, en esa época, no sabía contar los años, ni los meses, ni los mismos días de la semana. Me parece, no obstante, que debía ser en la primavera de 1916 cuando el Ángel se nos apareció por primera vez en nuestra «Loca do Cabeço».
Ya dije en el escrito sobre Jacinta, cómo subimos la ladera en busca de un abrigo, y cómo fue, después de merendar y rezar allí, que empezamos viendo a cierta distancia, sobre los árboles que se extendían en dirección al naciente, una luz más blanca que la nieve, con la forma de un joven, transparente, más brillante que un cristal atravesado por los rayos de sol. A medida que se aproximaba íbamos distinguiéndole las facciones. Estábamos sorprendidos y medio absortos. No decíamos ni palabra. Al llegar junto a nosotros, dijo:
¡No temáis! Yo soy el Ángel de la Paz. Orad conmigo.
Y arrodillándose en tierra, dobló la frente hasta el suelo. Transportados por un movimiento sobrenatural, le imitamos y repetimos las palabras que le oímos pronunciar:
Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman.
Después de repetir esto por tres veces, se levantó y dijo:
¡Orad así! Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas.
Y desapareció. La atmósfera sobrenatural que nos envolvía era tan intensa, que casi no nos dábamos cuenta de nuestra propia existencia, por un largo espacio de tiempo, permaneciendo en la posición que nos había dejado, repitiendo siempre la misma oración. La presencia de Dios se sentía tan intensa e íntima, que ni entre nosotros mismos nos atrevíamos a hablar. Al día siguiente todavía sentíamos el alma envuelta en esa atmósfera que solamente iba desapareciendo muy lentamente.
En esta aparición, nadie pensó en hablar ni en recomendar el secreto. Ella, por sí, lo impuso. Era tan íntima que no era fácil pronunciar sobre ella la menor palabra. Nos hizo tal vez mayor impresión por ser la primera tan manifiesta.
Segunda aparición
La segunda debió de ser en el medio del verano, en esos días de mayor calor, en que íbamos con el rebaño para casa, a media mañana, para volver a llevarlo ya a media tarde.
Fuimos, pues, a pasar las horas de la siesta a la sombra de los árboles que rodeaban el pozo, ya varias veces mencionado. De repente, vimos al mismo Ángel junto a nosotros.
¿Qué hacéis? ¡Orad! ¡Rezad mucho! Los Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo plegarias y sacrificios.
—¿Cómo nos hemos de mortificar?, pregunté.
De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre vuestra Patria la paz. Yo soy el Ángel de su Guarda, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe.
Estas palabras del Ángel se grabaron en nuestra alma, como una luz que nos hacía comprender quién era Dios, cómo nos amaba y quería ser amado, el valor del sacrificio y cómo éste le era agradable; cómo por atención a él convertía a los pecadores. Por eso desde ese momento comenzamos a ofrecer al Señor todo lo que nos mortificaba, pero sin pararnos a buscar otras mortificaciones o penitencias, excepto la de pasarnos horas seguidas postrados en tierra, repitiendo la oración que el Ángel nos había enseñado.
Tercera aparición
La tercera aparición me parece debió de ser en octubre o a finales de septiembre, porque ya no íbamos a pasar las horas de la siesta a casa. Como ya dije en el escrito sobre Jacinta, pasamos de la Pregueira (es un pequeño olivar que pertenece a mis padres), a la cueva llamada Lapa (Loca do Cabeço), dando la vuelta a la ladera del monte por el lado de Aljustrel y Casa Velha. Rezamos allí nuestro Rosario y la oración que en la primera aparición nos había enseñado. Estando, pues, allí se nos apareció por tercera vez, portando en la mano un Cáliz y sobre él una Hostia, de la cual caían dentro del Cáliz algunas gotas de sangre. Dejando el Cáliz y la Hostia suspensos en el aire, se postró en tierra y repitió tres veces la oración:
Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.
Después, levantándose, tomó en la mano el Cáliz y la Hostia, y me dio la Hostia a mí, y lo que contenía el Cáliz lo dio a beber a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo:
Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.
De nuevo se postró en tierra y repitió con nosotros, tres veces más, la misma oración:
Santísima Trinidad… etc. Y desapareció.
Transportados por la fuerza de lo sobrenatural que nos envolvía, imitábamos al Ángel en todo; es decir, postrándonos como él y repitiendo las oraciones que él decía. La fuerza de la presencia de Dios era tan intensa, que nos absorbía y anonadaba casi del todo. Parecía privarnos hasta del uso de los sentidos corporales por un gran espacio de tiempo. En aquellos días, hacíamos las acciones materiales como transportados por ese mismo ser sobrenatural que a eso nos impulsaba. La paz y la felicidad que sentíamos era inmensa; pero sólo interior, completamente concentrada el alma en Dios. El abatimiento físico que nos postraba también era grande.
No sé por qué las apariciones de Nuestra Señora producían en nosotros efectos muy diferentes. La misma alegría interior, la misma paz y felicidad, pero en vez de este abatimiento físico, una cierta agilidad expansiva; en vez de este anonadamiento en la Divina presencia, un exultar de alegría, en vez de esa dificultad en hablar, un cierto entusiasmo comunicativo. Pero a pesar de estos sentimientos, sentía la inspiración de callar sobre todo algunas cosas.
En los interrogatorios sentía la inspiración íntima que me indicaba las respuestas que, sin faltar a la verdad, no descubriesen lo que por entonces debía ocultar.