“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios… y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, la propia del Hijo Unigénito de Dios, el lleno de gracia y de verdad, el lleno del don de la manifestación de Dios” (Jn. 1,1ss). Ese Jesús es la luz, esto es: la revelación de la vida de Dios, la manifestación al hombre de la vida de Dios. A este ser Jesús, manifestación al hombre de la vida de Dios, el evangelista San Juan lo llama -ser Jesús la Verdad-.
“En el Verbo de Dios hecho carne estaba la vida (= la perfección) y la vida (= la perfección) era la luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas (= la verdad, que es la manifestación, el brillo, la luz de Dios) pero las tinieblas la rechazaron” (Jn.1,4-5).
Dios me ama irreversiblemente
Nunca el hombre pudiera dar de sí y por sí solo, ese fruto divino llamado Jesús, sin una intervención directa e inmediata de Dios Padre, engendrando en el hombre, a Dios Hijo, mediante la intervención del Espíritu Santo.
Consecuencia: Desde el día de la concepción virginal del Hijo de Dios, aunque en lo humano y desde lo humano, eres todo divino: estás destinado al cielo, tu patria es el cielo, estás destinado a dar fruto para el cielo.
El ingreso del Hijo de Dios en la existencia humana para cumplir su destino de salvación, pertenece en exclusiva a la iniciativa libre de Dios Padre. Luego Dios me ama.
Y el Hijo de Dios Encarnado, Dios en condición humana, permanecerá en condición humana eternamente. Luego Dios me ama irreversiblemente, para siempre. ¿Cómo respondo a ese amor de Dios?
La obra del inconcebible amor de Dios
El comienzo de la existencia humana del Hijo de Dios, del Niño de Belén, es la obra del inmenso, indescriptible e inconcebible amor de Dios. Sólo el amor de Dios Padre está en el origen del eterno Plan salvador hecho realidad en el Niño de Belén.
El Niño de Belén es plenamente del Padre. Dios Hijo, sin dejar de ser lo que era: el Dios sin límite, vino a ser lo que antes no era: hombre lleno de límites. No perdió nada de su plenitud infinita pero se inmergió en la nada y limitaciones de la condición humana.
¿Por qué? ¿Para qué? Para dar a las estrecheces limitantes de la condición humana, las anchuras sin límite de la condición divina. Luego Dios me ama desde mí mismo y a partir de mí mismo.
El descenso de Dios
Pero el Niño de Belén es más. Es Dios, asumiendo nuestra condición humana, no sana, sino rota y desfigurada por el pecado, a fin de devolvernos una condición humana sana y divina: Luego la magnitud del amor de Dios es incalibrable.
Dios hace a su Hijo pecado. Esto es: hace a su Hijo lo más contradictorio a Él: “A quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para hacernos justicia de Dios en Él” (2Cor.5,21). Dios se despoja de sí mismo hasta hacerse pobre, execrable, maldición, por ti y desde tu lugar: Dios se despoja de su gloria-excelencia divina, para asumir tu existencia pecadora.
Sólo el amor de Dios a ti sin medida, pudo hacer que Dios asumiera personal y definitivamente una humanidad así. Lo que Dios hizo fue un descenso (= katabasis) de su plenitud divina (= despojo) para dar comienzo a un vaciado y entrar en un despojo in misericorde de su gloria-dignidad divina y humana.
Es el abajamiento inimaginable e increíble, si no lo viésemos hecho real ante nosotros, del Hijo de Dios para hacernos bien porque nos amaba hasta el fin, hasta el acabamiento, hasta no poder más.
Anunciar el amor de Cristo
Interroguémonos: ¿Qué es eso incomprensible que sucedió en Dios en la plenitud de los tiempos para poner a su Hijo encarnado en ese comienzo inhóspito de Belén y en ese final hórrido de la cruz?
Las exigencias ineludibles del inmenso amor de Dios. Por eso la Sagrada Escritura no se cansa de aludirnos y exhortarnos al amor a Dios y al hermano con el corazón y con las manos. Cierto que el amor de Dios es profundo como un abismo, ancho con las anchuras infinitas del mar, inconmensurable como la inconmensurabilidad del universo estelar. El amor de Dios es inabarcable. Este debe ser nuestro destino: anunciar, proclamar y vivir: «… la anchura, la largura, la altura y la profundidad del amor de Cristo que supera todo conocimiento” (Ef. 3,18ss).
«Salvator noster»
En su Mensaje Urbi et Orbi del25 de diciembre de 2006, el Papa Emérito Benedicto XVI hablaba así:
Es Navidad: hoy entra en el mundo «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 9). «La Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (ibíd. 1,14), proclama el evangelista Juan. Hoy, justo hoy, Cristo viene de nuevo «entre los suyos» y a quienes lo acogen les da «poder para ser hijos de Dios»; es decir, les ofrece la oportunidad de ver la gloria divina y de compartir la alegría del Amor, que en Belén se ha hecho carne por nosotros. Hoy, también hoy, «nuestro Salvador ha nacido en el mundo», porque sabe que lo necesitamos. A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte.
Es precisamente en su intimidad, en lo que la Biblia llama el «corazón», donde siempre necesita ser salvado. Y en la época actual postmoderna necesita quizás aún más un Salvador, porque la sociedad en la que vive se ha vuelto más compleja y se han hecho más insidiosas las amenazas para su integridad personal y moral. ¿Quién puede defenderlo sino Aquél que lo ama hasta sacrificar en la cruz a su Hijo unigénito como Salvador del mundo?
La salvación nos viene por la mujer
Pero el acontecimiento que es Cristo-Salvador no sucedió sin María. Cristo es “no sin María”. Cristo hubiera podido aparecer entre los hombres sin María, sin su maternidad. Pero quiso necesitar a María, a su maternidad, luego “la salvación nos viene por la mujer”, nos viene por María. La salvación de Dios nos viene por esa Mujer de las complacencias de Dios llamada “Santa María Virgen”: Santa por ser trascendente, la totalmente otra como Dios y Virgen por ser exclusivamente de Dios y para Dios.
En la mujer “Santa María Virgen” Dios salva a su pueblo de sus enemigos. Por su unión con Dios, Santa María Virgen salva también a la Iglesia, que es el pueblo de Dios.