Esta fiesta de hoy nos sitúa ante un aspecto central de nuestra fe: Cristo es Rey del universo, es Señor de todo. Este es el plan de Dios: someter todo bajo su dominio. Así lo confesaron y proclamaron los apóstoles desde el día mismo de Pentecostés: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36).
Toda la realidad debe ser sometida a este poder salvífico de Cristo el Señor. Su influjo poderoso va destruyendo el mal, el pecado, la muerte… hasta que sean sometidos todos sus enemigos…
La imagen del Rey, aplicada a Cristo, nos lo muestra hoy ejerciendo su señorío juzgando. Y juzgando acerca de la caridad: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…”.
La última venida
En la última venida de Cristo al final de la historia habrá un «discernimiento»: separará a los unos de los otros. Ese será un juicio perfectamente justo y definitivo. Ese juicio de Dios, el verdadero, quita importancia a los todos los juicios que los hombres pudieran hacer de nosotros.
El verdadero creyente sabe que no es mejor ni peor porque los hombres le tengan por tal; lo que de verdad somos es lo que somos a los ojos de Dios. En un mundo en que tantas veces triunfa la injusticia y la incomprensión, consuela saber que todo se pondrá en claro y para siempre y cada uno recibirá su merecido.
Como decía el Padre Pío: “Procura no inquietar tu alma ante el triste espectáculo de la injusticia humana. Sobre esta injusticia verás un día el triunfo definitivo de la justicia de Dios”.
Pero Cristo no es sólo el Juez; es también el centro y el punto de referencia por el que se juzga: «a mí me lo hicisteis»; «conmigo dejasteis de hacerlo». Él ha de ser siempre el fin de todas nuestras acciones.
La caridad cubre un sin fin de pecados
La parábola nos presenta otro aspecto que se resaltó el domingo pasado: la omisión del bien es culpable ante Dios: «no me distéis de comer, no me vestisteis…». A estos se les condena porque han «dejado de hacer». No se trata sólo de no matar al hermano, sino de ayudarle a vivir dando la vida por él (1 Jn 3,16). El que no da a su hermano lo que necesita, en realidad le mata (1 Jn 3,15-17).
El salmo 41 nos invita a esta misericordia que tendrá recompensa: «Dichoso el que vive vuelto hacia el pobre, el que cuida del débil y desvalido. El Señor lo mantendrá incólume, no abandonará para siempre en su presencia vivirá».
¿Qué es vivir vuelto hacia el débil, pobre y desvalido? Es cuidar de Cristo pobre en el pobre.
Reflexiona en esta enseñanza de de Jesús: donde hay debilidad, indigencia, pobreza, ahí se esconde la Divinidad. Ábrete a la doctrina de Cristo: Vive vuelto hacia el necesitado; vivirás vuelto hacia Dios. La pobreza del pobre es tu riqueza; su carencia, tu abundancia; su nada, tu plenitud.
Reina de los Corazones
Y al lado de Jesucristo Rey la iglesia nos presenta también a María, Reina.
Ella es sobre todo Reina de los corazones, su reinado está en nuestro interior. Es un reinado que conlleva muchas cosas: expresa una voluntad salida de su Corazón materno de hacerme no sólo bien, sino todo el bien que Dios quiere para mí.
Y ese bien que Dios me quiere dar sólo puedo recibirlo siguiendo sus mandatos: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5).
Por eso María siempre es pura referencia a Dios y lugar de Encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios.