Ya se acerca por momentos la hora, y valiente y decidido, Jesús sale con dirección a Getsemaní. Bien sabe que no volverá más. Puede contar las horas que le quedan de libertad. Es cuestión de pocos momentos y ya habrá dado comienzo el drama de la Pasión.
Y porque lo sabe, sufre amarguras indecibles en su corazón: «Triste, muy triste está mi alma hasta la muerte». Razón tenía para esta inmensa tristeza. Veía todo lo que le aguardaba y aunque era Dios, era hombre y por eso sufría amarguras indescriptibles en su amante y tierno corazón.
El Huerto
También las sufre María. Su Madre le acompaña en espíritu y participa de sus sufrimientos, de sus temores, de sus amarguras. Quizá tuvo revelación de lo que Judas tramaba, quizá tuvo conocimiento de cómo estaban decididos aquella misma noche a dar el golpe decisivo y su corazón se destrozaba de dolor, al saber y contemplar cada una de estas cosas. Apartada estaba de Jesús corporalmente, pero ¡qué unida en su espíritu! ¡Cuán admirablemente penetraba Ella en la razón y la causa de la tristeza de aquel divino Corazón!
Llegado al huerto, Jesús deja a sus Apóstoles y se retira Él solo a una cueva a hacer oración. Todo el, peso de aquella negra y triste noche cae sobre Él.
Mírale postrado en tierra, caído y abrumado con una carga que no puede soportar. ¡Son los pecados de todos los hombres! ¡Son los tuyos! ¡Cuánto pesan sobre Jesús! Y le producen una angustia que va creciendo cada vez más y más, hasta convertirse en verdadera agonía. ¡Qué lucha la que se entabla en su corazón! Mírale bien y trata de penetrar algo siquiera en sus horribles sufrimientos.
Postrada en oración
Después mira a lo lejos, en la casa de Betania, o en el mismo Cenáculo, una escena semejante. La Santísima Virgen también ha caído postrada en oración. Su corazón late al unísono con el de su Hijo y no puede hacer otra cosa que la que Él hace. ¡Qué noche más espantosa! ¡Qué largas se hacen sus horas! No es posible dormir, ni intentar siquiera descansar, es noche de luchas y agonía, es noche de oración.
¡Qué oración más fervorosa, más tierna, más llena de amor para con nosotros la de María! No pide al Padre Eterno que perdone a su Hijo, ni rehúsa el cáliz del sufrimiento, pide tan sólo el cumplimiento de su voluntad, que Ella acepta aunque sea tan penosa. Pide para el mundo perdón, pide por todos y cada uno de nosotros, pide que aquellos sufrimientos de su Hijo, que ya han empezado, no sean inútiles para las almas, que sepamos aprovecharnos de su Pasión y de su muerte y de las grandes gracias que con ella nos mereció.
La presencia de la Madre
Y Jesús sigue agonizando, ya su corazón no resiste tanto dolor y se expansiona lanzando con violencia la sangre al exterior. Su sudor frío y abundante de agonía, se convierte ahora en un sudor de sangre ¡sangre divina!, que corre en abundancia por su cuerpo, empapa sus vestidos y llega hasta la tierra.
Contempla a los ángeles del Cielo atónitos ante esta escena, pero, sobre todo, mira a María. Ella también lo ve, adivina a su Hijo a punto de morir de amargura y de dolor y derramando, a fuerza de sufrimientos, la primera sangre de su Pasión.
Los Apóstoles se duermen en la oración. María no duerme, no desperdicia estos momentos tan provechosos, no abandona a su Jesús ni un instante. Podrá quejarse de que en su agonía ninguno de sus predilectos discípulos le acompañó, pero no así su Madre. Desde su retiro, sigue paso por paso el desarrollo de esta escena y toma parte en la amargura de Jesús, bebiendo con Él el cáliz del dolor.
Acompaña a Jesús, acompaña a la Virgen María en esta noche de agonía y da gracias y consuela a esos Sagrados Corazones que sacrificaron su vida por ti.
Fuente: Meditaciones sobre la Santísima Virgen María (P. Ildefonso Rodríguez Villar)