Jesús resucitado se aparece de nuevo a los apóstoles que estaban reunidos y les saluda con estas palabras: “La paz sea con vosotros”. Ellos se quedan atónitos y asustados por esta aparición y a la vez, se sienten llenos de confusión por haberlo abandonado en el momento de la prueba. Efectivamente, durante las horas de la Pasión de su Maestro no habían sido ciertamente unos héroes.
Por otra parte, en la mente de los apóstoles, la resurrección de Jesús tampoco ocupaba ningún lugar, ni siquiera en su imaginación, por más que el Señor se la había anunciado varias veces. Estaban obtusos y cegados al misterio. No comprendían estas cosas. Después de la muerte del Señor se encontraban sacudidos por su fracaso y miraban al futuro sin esperanza alguna. Ellos, necesitaban convertirse, cambiar de actitud, volver al camino verdadero y para ello necesitaban que el Señor mismo les ayudara, presentándoseles vivo e idéntico al que habían amado y seguido durante tres años. Necesitaban ver de nuevo a Jesús, escucharle, tocarle. Necesitaban, sobre todo, que Él mismo les abriera las inteligencias para que comprendieran el sentido de los últimos tristes acontecimientos y, de esta manera, entendieran las Escrituras, en las que estaban anunciadas todas esas cosas.
Vosotros sois mis testigos
Jesús sigue obrando con ellos con gran comprensión y ternura. Lejos de reprocharles su cobardía, les infunde ánimos y confianza y los lanza con renovado impulso a su nueva misión:“Vosotros sois mis testigos”. Ante tan abrumadora muestra de amor y de condescendencia por parte del Maestro, comenzó a realizarse en el alma de los apóstoles un cambio que llegó a su máximo esplendor en Pentecostés, con la venida del Espíritu Santo. La conversión de los apóstoles no partió de una iniciativa suya, sino de la acción de Cristo resucitado en sus mentes y en sus corazones.
La obra de transformación que el Señor realizó en los apóstoles la quiere realizar en cada uno de nosotros, que somos discípulos y seguidores suyos. También nosotros necesitamos que el Señor abra nuestras mentes para que comprendamos su Palabra, para que creamos en sus promesas, para que confiemos en Él y no nos dejemos vencer por el desaliento, la tristeza, la duda, el temor, la desesperación.
No temáis
Nuestro Dios es un Dios de paz y todo lo que nos produce turbación no viene de Él sino del enemigo. Por eso el Señor, en todas sus apariciones, dice a sus discípulos: “No temáis”. De la misma manera, en las pruebas de la vida, tengamos presente esta exhortación del Señor: “no temáis”, porque Él está con nosotros y no nos abandona nunca, nos ayuda a comprender la verdad, fortalece nuestra voluntad para que siempre escojamos el bien y nos concede nuevas oportunidades para que nos levantemos de nuestras caídas y tropiezos.
Abrir los ojos de la inteligencia
Cada día debemos crecer en la fe y pedirle al Señor, como una vez los hicieron los apóstoles: “Señor, auméntanos la fe”. Si nuestra fe está muerta o nuestros ojos están voluntariamente cerrados, jamás podremos comprender las obras maravillosas de Dios, la historia de salvación llevada adelante por el Espíritu Santo, el misterio de Cristo muerto y resucitado, la presencia, testimonio y acción de la Iglesia entre los hombres. Necesitamos que, como a los discípulos, Jesús resucitado nos abra los ojos de la inteligencia para entender las Escrituras.
A veces no entendemos ciertas verdades de la doctrina católica, ciertas normas morales que la Iglesia, Madre buena, nos enseña como reveladas por Dios y acordes a nuestra dignidad de hijos de Dios, nos confunde y deja perplejos la presencia del mal en el mundo, no comprendemos que haya injusticias, crímenes, odios… por eso tantas veces surge la acuciante pregunta: Si Dios es bueno ¿por qué existe el mal? Apenas abarcamos y juzgamos de las situaciones desde esos pocos años de vida que pasaremos en esta tierra y nos falta comprender todas estas cosas con una perspectiva trascendente, propia de quien posee una una fe viva, auténtica, firme y vigorosa.
Pidamos a Cristo Resucitado que abra los ojos de nuestra inteligencia para que seamos testigos de Jesús que vive hoy presente en m
edio de nosotros; pero la fe es fruto de la gracia y no del caminar humano. Nuestro único quehacer es tener un corazón abierto a la gracia. Pidámosle al Señor: «Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad».
Madre de la Fe
María tenía una fe vivísima en la resurrección de su Hijo. Por supuesto que sufrió la separación de su Hijo muerto, pero nunca dudó de su Palabra: que al tercer día resucitaría, que la pasión y la muerte en Cruz era el camino necesario para el triunfo de la resurrección. Gracias a Ella la fe y la esperanza se mantuvieron vivas desde el primer instante del nacimiento de la Iglesia.
María es modelo de Fe, Madre de la Fe, como también se la llama. Ella enseñó y guió a los apóstoles por el camino de la Fe.
La Virgen María también vino a ser fuerza de cohesión en la primera comunidad cristiana que, después de la resurrección de su Hijo, se mantuvo junto a Ella a la espera de la venida del Espíritu Santo. Y lo es
también ahora, si acudimos a su poderosa intercesión, en estos tiempos de confusión, de herejías, de zozobra e incertidumbre a todo nivel.
Nuestra Señora abrirá los ojos de nuestro entendimiento para captar los acontecimientos del mundo y los propios personales y nos dará acierto para actuar con la razón iluminada por la Fe -para agradar a Dios en todo momento- si acudimos a Ella con súplicas confiadas, con el rezo diario del Rosario, renovando la presencia mariana a lo largo del día. Y nos infundirá la fuerza sobrenatural que necesitamos para ser testigos de Cristo en una sociedad que lucha «por librarse de Él».