El texto evangélico de hoy (Lc 20, 27-38) nos recuerda una verdad central en nuestra fe: la resurrección de los muertos. Se trata de algo tan fundamental, de una realidad tan conectada al misterio de Cristo, que san Pablo llega a afirmar: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado y si Cristo no ha resucitado vana sería nuestra fe» (1 Cor 15, 13-16). Y es que Dios es un Dios de vivos, no de muertos, Él es el Dios vivo y fuente de vida. Esa es nuestra esperanza.
Esta es una verdad muy consoladora para nosotros, pobres criaturas, sujetas al tiempo, vulnerables, limitadas, finitas, llenas de sufrimientos en este valle de lágrimas. El saber que quien está unido a Cristo no permanece en la muerte; ni en la muerte del pecado ni en la muerte corporal. Pues esta esperanza en la resurrección nos libra del miedo a la muerte. Como dice bellamente la oración litúrgica: “Sabemos que la vida de los que en ti creen no termina, se transforma. Y al deshacerse nuestra morada terrena obtenemos una morada celestial”.
La muerte ya no es un final
La muerte es como un paño oscuro que cubre la humanidad cerrando todo horizonte (Is 25,7). Pero Cristo ha descorrido ese paño y ha abierto la puerta de la luz y la esperanza, de manera que la muerte ya no es un final, es el comienzo de la verdadera vida en Dios, donde no habrá llanto ni luto ni dolor. Donde toda lágrima será enjugada y sólo viviremos en la plenitud de la felicidad en Cristo.
Esperanza en la resurrección
Esta certeza de la resurrección es el «consuelo permanente» y la «gran esperanza» que Dios ha regalado precisamente porque «nos ha amado tanto». Frente a la pena y aflicción en que viven los que no tienen esperanza (1 Tes 4,13), el verdadero creyente vive en el gozo de la esperanza (Rom 12,12). A la luz de esto hemos de preguntarnos: ¿Cómo es mi esperanza en la resurrección? ¿Qué grado de convicción y certeza tiene? ¿En qué medida ilumina y sostiene toda mi vida?
El comienzo del mundo mejor
En María contemplamos el cumplimiento más perfecto del misterio de salvación. En un mundo, que junto al progreso manifiesta su «corrupción» y su «envejecimiento», Ella no cesa de ser «el comienzo del mundo mejor».
Como decía bellamente San Pablo VI: «Al hombre contemporáneo la Virgen María ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea… de la vida sobre la muerte». El que cree en Cristo no morirá para siempre.