El Evangelio de hoy (Jn 20, 19-31) tiene una importancia excepcional para confirmarnos y robustecernos en nuestra fe y para darnos la certeza de que la paz del Señor y su Divino Espíritu siempre nos acompañarán.
Mientras los apóstoles se hallaban reunidos con las puertas cerradas, Jesús resucitado se presenta en medio de ellos y le dice: “La paz sea con vosotros”. Y después de mostrarles sus llagas, sopla sobre ellos y les comunica el Espíritu Santo con el poder de perdonar pecados.
Con el don del Espíritu Santo el Señor nos deja el regalo Pascual que Él mismo había prometido: “No os dejaré huérfanos” (Jn 14,18). Ahora cumple su promesa. Jesús, que había gritado “el que tenga sed que venga a mí y beba” (Jn 7,37), se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu. A Cristo resucitado debemos acercarnos con sed para beber el Espíritu que mana de Él, pues el Espíritu es el don pascual de Cristo.
El fruto de la Paz
Y uno de los frutos del Espíritu Santo es precisamente la paz. Santo Tomás enseña que la paz es la perfección del gozo, porque un gozo del que no se puede disfrutar porque cosas exteriores o interiores nos lo impiden, es un gozo fracasado, imperfecto. Para que el gozo sea pleno es preciso disfrutar de él en paz.
En vísperas de su Pasión, Jesús había dicho a sus apóstoles: “Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea pleno”. El gozo pleno es el que nadie nos puede arrebatar, es el que se disfruta con plena tranquilidad. Nosotros tenemos experiencia de estos goces que no se saborean; ¿cuántas veces en nuestra vida buscamos un gozo humano, y cuando quisiéramos disfrutar de él, sentimos que nos lo arrebatan?
Por eso hoy Jesús nos regala su paz, porque al resucitar Él y vencer el pecado y la muerte nada ni nadie nos podrá impedir gozar de su amor y de su presencia. “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?… En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó”. (Rm. 8, 35-37)
Pero es importante aclarar que la paz que ofrece el Señor no es como la que ofrece el mundo, efímera y engañosa. El mundo ofrece una tranquilidad que no puede dar porque la basa en la eliminación del dolor, del sufrimiento, lo cual es una quimera. Jesús ofrece la paz en medio de la prueba y el dolor. Una paz que es capaz de sobrenadar por encima de los sufrimientos, porque está fundada en Él.
Dichosos los que crean sin haber visto
Luego contemplamos la escena de Tomás, quien no estaba dispuesto a creer en la resurrección a menos de tener una prueba palmaria de ella. No le bastó la promesa del Señor ni el testimonio de sus compañeros, quería ver y tocar por sí mismo. Y el Señor condesciende con el apóstol obstinado. Y la actitud final de Tomás nos enseña cuál debe ser nuestra relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración.
Fe, porque no le vemos con los ojos: “Dichosos los que crean sin haber visto”; fe a pesar de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos (Lc 24,13ss). Y adoración, porque Cristo es verdaderamente Dios y ante Él “toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra” (Fil. 2, 10)
El encuentro con el Señor
Por último meditemos en esa frase del evangelio: “Se llenaron de alegría al ver al Señor”. La resurrección de Cristo es fuente de alegría. El encuentro con el Señor resucitado produce gozo. Su presencia lo ilumina todo, porque Él es el Señor de la historia. En cambio, su ausencia es causa de tristeza, de angustia y de temor.
También en esto Cristo cumple su promesa: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22). A la luz de este Evangelio, podemos preguntarnos: ¿Vivo mi relación con Cristo como la única fuente del gozo auténtico y duradero o estoy todavía buscando el gozo y la paz en las cosas de este mundo?
También nosotros podemos ver, oír, tocar al Resucitado. Cristo vive, quiere entrar en tu vida y transformarla, quiere irrumpir en tu vida con su presencia iluminadora y omnipotente.
Y a Cristo lo encuentras en María. Ella, Reina de la paz, Esposa del Espíritu Santo, Maestra de la Fe y Madre de la Misericordia, fue el don que Dios nos regaló desde la cruz para que nos ayude en nuestro caminar hacia el encuentro definitivo con Él.