Pasada la noche en oración, el viernes de parasceve, confortada y alentada, con los ojos llorosos, sale la Santísima Virgen de su retiro para ir en busca de su Hijo. Quiere ir con Él a donde Él vaya. No sabemos detalles de este paso, ni cuándo ni en dónde, encontró a su Hijo. ¿Fue en casa de Pilato? ¿Quizá al ir o al volver de Herodes?
Fuera cuando fuese, tuvo que ser un encuentro violentísimo para su corazón. Apenas si conocía a su Hijo. La cara hinchada por la horrible bofetada en casa de Anás y por los golpes que durante la noche le dio la soldadesca, no dejaba entrever la belleza divina del «más hermoso de los hijos de los hombres».
La flagelación
Y, sin embargo, todo aquello había sido el comienzo. Los tormentos horribles y bárbaros comenzaron en la flagelación. Consta por revelaciones particulares, por ejemplo a Santa Brígida, que la Santísima Virgen asistió personalmente a este tormento. Detente a considerar lo que este paso diga a tu corazón y ante todo pregúntate: ¿qué sentiría la Santísima Virgen al oír la sentencia de azotes?
Ponte junto a la Madre, mírala, intensamente pálida, con el corazón queriendo saltar del pecho por la violencia con que late, apartando los ojos por no ver aquello… y abriéndolos sin acertar a dejar de mirar lo que tanto le interesaba, en lo que le iba la misma vida.
Y, efectivamente, ve traer, entre empellones y golpes, a su Hijo y con violencia y desvergüenza inaudita le comienzan a desnudar. Nunca llegarás a comprender lo que pasó entonces por el Corazón de María. Sería necesario que supieras lo que era para Ella la modestia y la pureza para que pudieras rastrear algo, de lo que sintió al ver a su Hijo desnudo ante aquella muchedumbre y si encima, al verle así, le insultaron, se mofaron y rieron, si le acompañaron con bromas groseras… ¡imagínate qué sentiría la Santísima Virgen y cómo aumentaría su dolor!
Ya está atado a la columna y los verdugos a ambos lados, a una señal, empiezan uno tras otro a descargar golpes con toda su fuerza. Jesús se estremece, aprieta sus labios para no romper en gritos de dolor, levanta sus ojos al Cielo con una mirada de indecible sufrimiento… y María lo ve todo y ya no puede más.
La coronación de espinas
Jesús trata de descansar y tomar algún aliento, pero, no era día de descanso y tenía que sufrir aún mucho más. El infierno inspira a aquellos soldados la burla de su coronación. Contémplale sentado sobre una piedra con el jirón de púrpura sobre los hombros y la caña en las manos. Ha llegado el momento de coronarle. Con burlas y bromas infernales, le colocan, con grandes ceremonias, la corona en su cabeza y en seguida la aprietan fuertemente y le golpean con palos la misma, ¡Qué sería aquello!
Jesús, instintivamente, cierra y aprieta los ojos y de ellos brotan lágrimas mezcladas con la sangre que por toda la cara y cabeza corre con gran abundancia. ¿Es posible imaginar tormento más atroz?
¿Asistiría la Santísima Virgen a esta escena? ¿Tuvo, al menos, conocimiento de lo que se estaba haciendo con Jesús? Fue un milagro, sin duda, que no muriera de dolor. Por lo menos, ciertamente, debió presenciar la escena del Ecce Homo. Asiste tú a ella con la Santísima Virgen. Imagínate cómo sería, qué ocurriría en aquella plaza a la vista de Jesús… y oye la gritería de la multitud que le pide para la muerte.
La condena
Y, efectivamente, Pilato, cobardemente, accede a estos gritos y lo condena a muerte. La gente oye la sentencia y aplaude. La oye María, la oyes tú… y ¿qué haces? ¡Jesús condenado a morir! Él muere y ¿tú puedes vivir? ¿Cómo recibirían Jesús y María esta sentencia? ¿Cómo la recibes tú, si piensas que de ella depende tu salvación? ¡Qué afectos de gratitud y de inmensa alegría y al mismo tiempo de profundo dolor, deben llenar tu corazón!
Mira a Jesús, sin poderse tener en pie, hacer un esfuerzo supremo y lanzarse con avidez al encuentro de la Cruz que le traen los verdugos. Mírale bien cómo se abraza con ella, como si fuera algo muy deseado o querido.
Escucha lo que la Virgen te quiere decir, oye bien lo que te dice: Que reconozcas por tu Rey a Jesús, que Él sea el único que reine en tu corazón, que tengas generosidad en el sacrificio y que nunca dudes del amor que Dios te tiene.
Fuente: Meditaciones sobre la Santísima Virgen María (P. Ildefonso Rodríguez Villar)