Después de haber considerado todos los misterios de la salvación —desde el nacimiento de Cristo hasta Pentecostés—, la Iglesia dirige su mirada al misterio primordial del cristianismo, la Santísima Trinidad, fuente de todo don y de todo bien. E invita a los fieles a cantar sus alabanzas: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».
La revelación de la Trinidad pertenece al Nuevo Testamento: el Antiguo Testamento intenta todo él proclamar y exaltar la unidad de Dios: uno solo es el Señor. Como leemos en la primera lectura:
«Reconoce y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro» (Dt 4, 32-34. 29-40). Israel que vivía en contacto con pueblos paganos, necesitaba ser advertido continuamente de esta verdad para no caer en la idolatría. El Antiguo Testamento celebra la grandeza de Yahvé, único Dios: él es el Creador de todo el universo, el Señor absoluto.
El misterio revelado al mundo
Sin embargo, el nuevo pueblo de Dios —la Iglesia—goza de privilegios mayores aún, fruto de la encarnación del Hijo de Dios y de su pasión, muerte y resurrección. Con la venida de Cristo, Dios se revela al mundo en el misterio de su vida íntima y Trinitaria: El Padre que, conociéndose perfectísimamente engendra al Hijo y este amor mutuo entre el Padre y el Hijo espira una Tercera Persona que es el Espíritu Santo.
Y lo más admirable es que Dios entra ya en relaciones con los hombres no sólo como único Señor y Creador, sino también como Trinidad: pues es Padre que los ama como a hijos en su único Hijo y en la comunión del Espíritu Santo. Este privilegio no está reservado a un solo pueblo, sino que se extiende a todos los hombres que aceptan el mensaje de Cristo. En efecto, antes de subir al cielo, Jesús ordenó a sus apóstoles llevar la Buena Noticia a todas las gentes y bautizarlas «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 16-20).
La Trinidad en el hombre
Mediante el bautismo, todo hombre entra en relación con la Trinidad Santa y de esta forma renace a una vida nueva. Queda convertido en hijo del Padre, regenerado por la Sangre de Cristo y templo del Espíritu Santo. Ante Dios el bautizado no es sólo una criatura, sino un hijo introducido a la intimidad de su vida trinitaria para que viva en unión con las Personas divinas que moran en él. San Ambrosio dice: «Tú has sido bautizado en nombre de la Trinidad. Has profesado –no lo olvides– tu fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Vive conforme a lo que has hecho. Por esta fe has muerto para el mundo y has resucitado para Dios…» (Sobre los Misterios 21 y 38).
Abrirse a la acción del Espíritu
El Bautismo, el Espíritu y la caridad fraterna hacen que Cristo esté verdaderamente con nosotros hasta la vuelta de todo lo creado al Padre. Y precisamente al Espíritu Santo le corresponde de manera principal transformar interiormente a los creyentes en imagen del Hijo. Mas para que el Espíritu Santo pueda cumplir su obra, es necesario dejarse dirigir por Él a imitación de Cristo que en todas sus obras era movido por el Espíritu Santo. «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios». (Rm 8, 14).
No hay modo más hermoso de honrar a la Trinidad sacrosanta y atestiguarle nuestro amor, que vivir sus dones en plenitud. Para ello es necesario abrirse a la acción del Espíritu Santo, esforzándose por ser cada vez mejores y huyendo de todo aquello que nos hace desemejantes a Dios, para comportarnos como hijos del Padre y hermanos de Cristo.
Complemento de la Santísima Trinidad
Esta transformación se verificó de modo singular en María Santísima el día de la Anunciación, cuando, elegida por el Padre y fecundada por el Espíritu Santo engendró en su seno al Hijo. Por eso en algunas oraciones del Santo Rosario es invocada como “Templo y Sagrario de la Santísima Trinidad”.
Durante toda su vida, correspondió de manera admirable a estos dones singulares que Dios le concedía introduciéndola cada vez más y de una manera más íntima en su vida Divina.
María es la criatura preferida del Eterno Padre, el «complemento de la Santísima Trinidad” como la llaman los Santos Padres. Por eso no hay mejor manera que aprender a abrirse a Dios que dejándonos conducir y guiar por María. Ella nos enseñará a vivir en estado de gracia, condición necesaria para que la Santísima Trinidad pueda morar en nuestro interior y transformarnos en hombres nuevos.