Este domingo el Evangelio nos narra un episodio siempre actual: una tempestad que de improviso se levanta y amenaza con hundirlo todo. Jesús, después de instruir a la multitud que lo seguía, ordena a los apóstoles que suban a la barca y pasen a la ribera opuesta del lago. El Maestro, fatigado del abrumador trabajo del día, se recostó en el fondo de la barca y no tardó en dormirse profundamente.
Al partir, las aguas del lago estaban tranquilas y nada hacía prever una tormenta. De repente, se levanta una agitación violenta. Un torbellino de aire levanta enormes olas, que sacuden la barca y la llenan de agua, amenazando con romperla o hundirla. Humanamente hablando, el peligro era extremo. Y mientras tanto «Jesús dormía». Angustiados los apóstoles, creyendo llegada su última hora, le gritan: «Señor, ¿no te importa que perezcamos?». Es el lenguaje dolorido del corazón que se siente hundir. Jesús entonces se levanta, amenaza al viento, y con tono severo increpa al mar: «Cállate, enmudece». De inmediato se produjo una gran calma. Entonces Él dirige a los Doce un reproche, lleno de bondad: «¿Por qué tenéis miedo, aún no tenéis fe? ».
¿Por qué tienes miedo?
He aquí nuestra historia. Cuando en nuestra vida todo nos sucede de un modo favorable, cuando las cosas salen como habíamos planeado, nos sentimos seguros, satisfechos, le agradecemos incluso al Señor por tanta bondad con nosotros. Sin embargo, cuando sobreviene la tempestad en nuestra vida, todo cambia. Nos desorientamos, vacilamos, nos esforzamos con empeño por hacer frente a lo que nos amenaza, y todo parece inútil. El peligro absorbe nuestra atención y sólo al final acudimos al Señor como un «talismán», como el último recurso que nos queda cuando los demás humanamente han fallado.
También Jesús nos dice hoy: ¿Por qué tienes miedo, aún no tienes fe? Cuando en medio de las pruebas nos asustamos y turbamos, en el fondo es falta de fe. Aun en los momentos en que parece que Dios se esconde, que todo se derrumba, cuando nos sentimos horriblemente solos, es absolutamente cierto que Él jamás nos abandona si nosotros no le abandonamos primero.
Las desventuras, los sufrimientos, los peligros, las vicisitudes borrascosas de la vida personal y de la vida del mundo o de la Iglesia hacen vacilar la fe demasiado débil de muchos creyentes, que murmuran, como Job ante lo inexplicable, o tiemblan como los discípulos en el lago ante el peligro, olvidando que Cristo está siempre con sus fieles y con su Iglesia y que no deja de asistirles, aunque su presencia sea escondida y silenciosa, como cuando dormía en la barca.
La Providencia de Dios
Una contemplación panorámica de la historia de la salvación produce en nosotros el convencimiento de la Providencia de Dios, esto es, el convencimiento de que Dios ante todo es Padre que pone en nosotros su infinito cuidado. Confiemos en Dios con confianza poderosísima, la que corresponde a esa gran cercanía de Dios a nosotros.
La fe nos dice que cualquier tempestad o contratiempo de la vida es querido o permitido por Dios. Todo es fruto de su amor infinito. Dios no es un tirano que nos aplasta ni se goza en vernos sufrir, sino un Padre que nos prueba únicamente porque nos ama: si permite el dolor, o las borrascas interiores y exteriores, tanto individuales como sociales, es con el solo fin de sacar de ellos un bien mayor.
Podemos mirar el futuro con esperanza, a pesar de las situaciones más atroces o dolorosas que podamos estar atravesando. No estamos solos. Y si nos parece que no actúa, o que se ha olvidado de nosotros, lo que ocurre, en realidad, es que no hemos acudido a Él, no lo hemos despertado con nuestros gritos de angustia. Él está esperando nuestro grito.
María: Modelo admirable de Fe
En la Santísima Virgen encontramos un modelo de Fe y abandono en los brazos de Dios. La fe de María consistió en echarse en los brazos de Dios, confiar en Él, abrirse a Él. Es decir, dar su libre consentimiento para que Dios realizara en Ella su proyecto; aunque con esto comprometiera María toda su vida y la esclavizara a las exigencias sin límite de la elección para Madre de Dios.
Recordemos las pruebas tan duras de su vida: el viaje a Belén, el desprecio de todos, la huída a Egipto, la pérdida del Niño, la Pasión, la Crucifixión… Sin embargo, jamás vio en todo esto -aunque no lo entendiera, aunque la hiciera sufrir mucho- otra cosa que la sabia disposición de la Providencia de Dios, que todo lo ordena amorosamente para bien nuestro.
Por eso, se la vemos con su Inmaculado Corazón dolorido y destrozado, pero jamás desalentada, desilusionada, ni atemorizada… El entretejido de las dificultades de su vida sirvió para arraigar en Ella, el abandono en Dios y para darnos a nosotros este ejemplo contundente de vida admirable de Fe.
Pidamos María nos conceda esos ojos de fe para confiar siempre en el Señor, sabiendo que aunque en apariencia duerma, Él está atento para acudir a todas nuestras necesidades.