Dadas las dificultades con que tropieza su palabra y su actuación, Jesús se ve obligado a explicar que la fuerza del Reino de Dios es imparable. Este domingo nos presenta las parábolas de la semilla que crece por sí sola y del grano de mostaza (Mc.4,26-34).
La primera insiste en el dinamismo del Reino de Dios: la semilla depositada en tierra tiene vigor para crecer; a pesar de las dificultades, Dios mismo está actuando y su acción es invencible. La segunda pone más de relieve el resultado impresionante a que ha dado lugar una semilla insignificante.
Parábolas del abandono y de la confianza
En la de la semilla que crece por sí sola, vemos que el Señor nos invita a esforzarnos en lo necesario, en lo que está en nuestras manos y trabajar con los medios que tenemos al alcance. Lo demás debemos dejarlo a Dios. «Sin que tu sepas cómo la semilla germina y va creciendo». Automáticamente, por sí misma, independiente de nosotros. El resultado último depende de Dios.
Jesús dijo a Santa Faustina Kowalska: «Yo premio el esfuerzo no el buen éxito». Hay que esforzarse para llegar a la santidad. La virtud supone esfuerzo. Pero en ese esfuerzo no debemos querer ver los resultados, ni mucho menos esperar que estos sean inmediatos. Dios trabaja en el silencio y en el escondimiento y por lo general no nos permite ver la obra maravillosa que Él mismo está realizando en nuestra alma.
En la parábola del granito de mostaza el Señor nos enseña que de comienzos y principios pequeños sucede un fin grande, poderoso. Ese poderoso final está escrito en pequeño. Tal vez el éxito tardará, pero hay que tener la confianza absoluta de que llegará.
María
En la vida de los santos podemos contemplar cómo, de personas comunes y corrientes, Dios ha hecho obras maravillosas. Es lo que Él quiere hacer en cada alma.
Lo contemplamos en la vida de María Santísima, la Esclava del Señor.
María fue consciente de su pequeñez, pero a la vez fue consciente también del Poder de Dios, como lo expresó hermosamente en el Magníficat:
«Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí».
En el Magníficat, Dios no sólo es el Poderoso, para el que nada es imposible, sino también el Misericordioso, capaz de ternura y fidelidad para con todo ser humano.