El Evangelio de hoy (Mt 21, 28-32) nos presenta una parábola de contraste. Es la situación en la que se encuentran los hombres en general, y en particular los hombres del tiempo de Jesús: son los que parecen ser justos, pero son pecadores y los que parecen pecadores, pero son justos.
De una manera muy gráfica el Maestro nos muestra cómo, lo que cuenta para Él es la actitud que se tome ante su Divino querer, aunque en un primer momento se reaccione de una manera contraria.
Para Jesús, los jefes religiosos, representados en el hijo “justo” llevaban una vida de imperfección, tibia, pecadora, una vida en contradicción patente con la perfección que requería de ellos el estado que habían profesado. Vivían un NO al querer de Dios.
En cambio los que están en lo que es menos (los marginados, los que aparecen como pecadores), esos dicen que NO exteriormente; pero oída la palabra de Dios se convierten y su vida pasa a ser un SÍ a Dios.
Como tantas veces, también hoy Jesús arremete contra los fariseos, contra ese fariseo que hay dentro de cada uno de nosotros, para quienes se proclama el evangelio.
Nuestra respuesta
Los fariseos no se convirtieron porque se creían buenos, porque «cumplían» con la Ley; por eso decían no necesitar de Jesucristo. También es ese nuestro peligro: creernos buenos, sentirnos satisfechos de nosotros mismos, cuando la realidad es que estamos muy lejos de ser lo que Dios quiere que seamos.
El primer paso para conseguir esa conversión y cambio de mentalidad que nos permita un verdadero encuentro con Cristo y vida en unión con Él es huir de esa mentira de creer que ya hemos hecho bastante, que somos buenos, que no somos como los demás. Dios es amor. Y este amor de Dios nos debe impulsar a la entrega total; a darnos hasta dar la vida.
Amor que lleva consigo renuncia y dedicación: renuncia a uno mismo y dedicación a Dios. Renuncia a la autonomía y suficiencia propias y dedicación a vivir a merced de Dios, al servicio de Dios; a vivir el querer de Dios.
Ese reconocimiento humilde de nuestra propia pequeñez nos llevará a ser comprensivos y caritativos con los hermanos sin juzgarlos ni condenarlos, aunque veamos en ellos defectos reales. Dios tiene su tiempo para cada alma.
Imitación de María
Vivir esa actitud es imitar a María. Ninguna como Ella consciente de su pequeñez, de su necesidad absoluta de Dios, de su dependencia a Él.
María vivió un continuo “Sí” a todas las Voluntades de Dios. María se entregó con todo su ser al proyecto de Dios y no desmintió nunca esa su entrega.
Santa María no escogió lo que Ella tenía que hacer por Dios, sino que Dios se lo escogió y Ella lo aceptó. Repitamos también nosotros su “Hágase” y el nuestro: “He aquí, al que va a poner todo su esfuerzo en dejar hacer a Dios la obra que Dios quiere hacer en mí”.