«La caridad procede de Dios… Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8). Estas palabras de San Juan sintetizan el mensaje de la liturgia de este sexto domingo de Pascua.
Es amor el Padre que «envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él» (1Jn 4, 9; segunda lectura). Es amor el Hijo que ha dado la vida no sólo «por sus amigos» (Jn 15, 13), sino también por sus enemigos. Es amor el Espíritu Santo en quien «no hay acepción de personas» (Hch 10, 34; primera lectura) y que está como impaciente por derramarse sobre todos los hombres (Hch 10, 44).
El amor de Dios se ha adelantado a los hombres sin mérito alguno por parte de ellos. Como dice San Juan en su primera carta: «En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó» (1Jn 4, 10). Sin el amor preveniente de Dios que ha sacado al hombre de la nada y luego lo ha redimido del pecado, nunca hubiera sido el hombre capaz de amar. Así como la vida no viene de la criatura sino del Criador, tampoco el amor viene de ella, sino de Dios, la única fuente divina.
Como el Padre me amó
Y ese amor de Dios nos llega a través de Cristo. Por eso el Señor hoy nos dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado» (Jn 15, 9). Jesús derrama sobre los hombres el amor del Padre amándolos con el mismo amor con que de Él es amado, y quiere que vivan en este amor, por eso les dice: «permaneced en mi amor» (ib.). Y así como Jesús permanece en el amor del Padre cumpliendo su Voluntad, del mismo modo los hombres deben permanecer en su amor observando los mandamientos. Y el primero y principal de todos: «que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado». Cumpliendo este precepto es como el cristiano se convierte en «amigo» de Cristo.
Es conmovedora e impresionante la insistencia con que Jesús recomienda a sus discípulos en el discurso de la última Cena el amor mutuo; sólo mira a formar entre ellos una comunidad compacta, una familia cimentada en su amor, donde todos se sientan hermanos y vivan los unos para los otros. Lo cual no significa restringir el amor al círculo de los creyentes; al contrario: cuanto más fundidos estén en el amor de Cristo, tanto más capaces serán de llevar este amor a todos los hombres.
¿Cómo podrían los fieles ser mensajeros de amor en el mundo si no se amasen entre sí? Ellos deben demostrar con su conducta que Dios es amor y que uniéndose a Él se aprende a amar y se hace uno amor; que el Evangelio es amor y que no en vano Cristo ha enseñado a los hombres a amarse; que el amor fundado en Cristo vence las diferencias, anula las distancias, elimina el egoísmo, las rivalidades, las discordias.
Todo esto convence más y atrae más a la fe que cualquier otro medio, y es parte esencial de aquella fecundidad apostólica que Jesús espera de sus discípulos, a los cuales ha dicho: «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Sólo quien vive en el amor puede dar al mundo el fruto precioso del amor.
Cualidades del amor
El amor es creativo y universal, es sacrificado y gozoso. Crea la amistad, esa capacidad extraordinaria de amor mutuoy desinteresado, como el de Jesús a sus discípulos, como el de los discípulos hacia Jesús. Crea también la vocación, la llamada a seguir los pasos del Maestro, llegando a dar incluso la propia vida como testimonio supremo de amor. El amor, finalmente, es gozoso. El gozo que siente Jesucristo de ser amado y amar a su Padre; el gozo de los discípulos, al saberse amados y al poder amar con el mismo amor de Dios.
Causa de Salvación
Fue el gozo que experimentó la Santísima Virgen por saberse amada de una manera singular por Dios, como lo proclamó en su canto del Magnificat: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava». María quiso corresponder a ese amor infinito con la entrega total de su ser, aunque eso le supusiera el mayor dolor como fue el de ver morir a su Hijo y el de morir Ella misma en su corazón, por la salvación de la humanidad, porque esa era la Voluntad del Padre. Por eso la Virgen se convirtió para nosotros en causa de salvación. En la escuela de María aprenderemos a amar, a descubrir el amor que Dios nos tiene y a agradecerlo.
Así lo hicieron los santos, así lo plasmó San Juan Eudes: «Te amo, Jesús mío, porque Tú me has amado infinitamente; porque Tú me has amado desde la eternidad; porque Tú has muerto para salvarme; porque Tú no has podido amar más. Porque Tú me has hecho participante de tu divinidad y quieres que lo sea de tu gloria. Porque Tú te entregas del todo a mí en la Comunión. Porque Tú estás siempre por mi amor en la Santa Eucaristía. Porque Tú me recibes siempre en audiencia sin hacerme esperar. Porque Tú eres mi mayor Amigo. Porque Tú me llenas de tus dones. Porque Tú me tratas siempre muy bien, a pesar de mis pecados e ingratitudes. Porque Tú me has enseñado que Dios es Padre que me ama mucho. Porque Tú me has dado por Madre a tu misma Madre. ¡Dulce Corazón de Jesús, haz que te ame cada día más y más!»