El Evangelio de hoy (Lc 6,39-45) es ante todo una llamada a no juzgar. Jesús no dice que «estaría bien» no juzgar, sino que el que juzga necesariamente se equivoca. Veamos por qué.
El juicio es cosa reservada a solo Dios, porque sólo Dios ve lo íntimo del corazón y conoce las intenciones que nos mueven a obrar: «El hombre ve las apariencias, pero Dios mira al corazón» (1 Sam. 16, 7). Por eso el que juzga –a no ser que esté obligado por oficio, como los padres con sus hijos, los superiores con sus súbditos– se pone en lugar de Dios. Nosotros muchas veces nos equivocamos, porque no sabemos las intenciones del corazón del otro.
Otra razón para no juzgar es que nos olvidamos que el ojo del que juzga está incapacitado para ver por la viga que le ciega. Erigirse en juez de los demás supone siempre una actitud de orgullo. El que juzga da la impresión de que él está fuera de esa falta que señala. Jesús utiliza una expresión muy dura para los que se erigen en jueces: «¡Hipócrita! ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?» (v. 41-42).
La doble medida
Combatir el mal en los otros y no combatirlo en el propio corazón es hipocresía y el Señor lo fustiga con energía. ¡Cuántas veces nos sucede que corregimos en los otros lo que nos parecen faltas enormes, y no lo son, y no vemos nuestras propias faltas! Éste es el gran engaño. Toleramos en nosotros faltas graves y corregimos en el prójimo lo que son faltas leves.
Hemos de meditar seriamente estas palabras de Jesús, porque no es difícil que anide todavía en nuestro corazón algo de este detestable espíritu crítico, de esta doble medida para considerar los defectos propios y los ajenos. Cómo ayudaría, en nuestra convivencia con los demás, si frente a los defectos ajenos, en vez de criticarlos, nos examinásemos, para ver si no hay en nosotros algo semejante o tal vez peor, y nos aplicásemos a enmendarnos. Somos muy severos cuando se trata de juzgar a los demás, y muy indulgentes cuando se trata de nuestras propias faltas. Esto Jesús lo rechaza.
Limpieza de corazón
Además, siendo fáciles en juzgar a los otros, nos exponemos a cometer muchos errores porque, al no conocer las intenciones ajenas, nos faltan los elementos suficientes para formular un juicio recto. La propia experiencia nos lo muestra: cada día cometemos muchas faltas, sin que esto signifique que todo provenga de mala voluntad, con frecuencia son faltas que se escapan por inadvertencia o fragilidad. Pues lo mismo le sucede al prójimo.
Para no ser guías ciegos que conduzcan a los demás a la fosa, Jesús insiste en la necesidad de la limpieza de corazón. Sólo el que tiene el corazón purificado, el que ha quitado la viga del propio ojo, es capaz de ver claro y con acierto, entonces puede conducir a los demás hacia el bien y evitarles los peligros.
Cristo nos impulsa a mirar el propio corazón para arrancar toda hierba mala y ser así un árbol bueno que da frutos buenos. «Cada árbol se conoce por su fruto» y«de la abundancia del corazón habla la boca». Si en nuestro corazón hay bondad apreciaremos a los demás con benevolencia. Reflexionemos ¿cuál es nuestro fruto?
Madre de Misericordia
Y confrontemos nuestro obrar con los juicios y las conversaciones de la Virgen Santísima. No podemos imaginarla criticando a sus vecinas de la aldea, juzgando con dureza a los apóstoles por sus debilidades o hablando sin consideración de los enemigos de su Hijo. En el corazón purísimo de María abundó siempre la más perfecta caridad y exquisita compasión hacia las miserias de la pobre humanidad.
Como Madre de Misericordia, detecta el mal en el hombre, no para despreciarlo, sino para compadecerse y remediarlo. A pesar de nuestros pecados, Ella siempre está pronta a interceder por nosotros ante su Divino Hijo para que nos alcance el perdón. En Lourdes, en Fátima… nos anima a la oración y a la penitencia, como camino seguro para la verdadera conversión del corazón. Sigamos sus enseñanzas.