Si la semana pasada Evangelio subrayaba el poder de la fe, este domingo pone el acento en la necesidad de alimentarnos de la Eucaristía. Tras la multiplicación de los panes, Jesús anuncia a sus oyentes que deben buscar otro alimento superior: el pan de vida que ha bajado del cielo. No se trata ya de creer en Jesús, sino de alimentarnos de ese pan de vida eterna.
Ante las palabras de Jesús que “Él es el pan bajado del cielo”, la gente murmura. Conocen a su padre y a su madre, por ello se niegan a creer en su palabra, a creer que viene como enviado del Padre. Se han cerrado en los límites que le muestran sus sentidos, su experiencia o su razón, y de este modo se cierran a la fe. La fe nos invita a ir siempre «más allá», más allá de lo que percibimos por nuestros sentidos, por nuestra razón. La fe es “prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1). La fe exige de nosotros un salto, un abandono, de ahí que muchos no se atreven a dar ese salto.
El Enviado del Padre
Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano. Ante todo es un don de Dios: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. La fe es respuesta a esa atracción del Padre, a esa acción suya íntima y secreta en lo hondo de nuestra alma. La adhesión a Cristo es siempre respuesta a una acción previa de Dios en nosotros. Pero es necesario acogerla, secundarla. Por eso la fe es obediencia (Rom 1,5), es decir, sumisión a Dios, rendimiento, acatamiento que culmina en adoración, en entrega de todo mi ser a Dios.
A pesar de su incredulidad, Jesús insiste en su enseñanza: Él es el enviado del Padre. Quien lo rechaza no puede ir al Padre, ni tener la vida eterna; sólo «el que cree tiene la vida eterna» (v. 47). Y ahora viene la revelación fundamental: “Yo soy el pan de la vida… éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (vv. 48.49.51).
Pan que da vida y vida eterna
No basta sólo con creer en Cristo, es preciso alimentarnos de su carne. Cristo no dice que ese pan vivo es su palabra, ese pan vivo ES su carne. Cristo es siempre el pan que alimenta y da vida y vida eterna. En la Eucaristía, comemos a Dios, nos alimentamos de Dios.
Es tal la fuerza de ese Pan divino que puede cambiar radicalmente al hombre, haciéndole “amable, compasivo, capaz de perdonar y de amar como Cristo” (Ef 4,2). Ese Pan de vida infunde tal vigor en el alma que vence “toda amargura, ira, cólera, maledicencia y cualquier clase de maldad” (Ef 4,28). Ese Pan del cielo ha sostenido y dado fuerza a millones de millones de seres humanos en el transcurso de los siglos.
Centro de la vida cristiana
La Eucaristía no sólo es el centro de todos los sacramentos y de la misma vida cristiana, sino también la mayor fuerza del cristianismo. La Eucaristía nos separa del pecado, a nosotros que tan fácilmente nos inclinamos a él. Cristo Eucaristía borra nuestros pecados veniales, haciéndonos capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas. Cristo Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales, porque nos hace experimentar la dulzura de su amistad.
Cristo Eucaristía nos da conciencia de estar unidos en la fe de la Iglesia y de ser todos hermanos, porque todos nos alimentamos con un mismo Pan. Cristo Eucaristía nos pide un compromiso en favor de los pobres, para demostrar con la vida nuestro amor a Dios, que nos obliga a amar a los más necesitados. Cristo Eucaristía es prenda de la vida eterna.
Vivir por María
La Hermana Lucía de Fátima comentaba así este pasaje del Evangelio de hoy: «Y este vivir por Cristo es también vivir por María porque su cuerpo y su sangre los había tomado Jesús de María… Fue en este Corazón en el que el Padre encerró a su Hijo como si fuese el primer sagrario. María fue la primera custodia que lo guardó y fue la sangre de su Corazón Inmaculado la que administró al Hijo de Dios».
Al comulgar, pidamos a la Virgen Inmaculada que nos preste su Corazón para recibir, amar y adorar a Jesús en la Eucaristía como Él merece.