Jesús es nuestro Pastor y de mil maneras nos invita a seguirle, pero no quiere obligarnos a ir contra nuestra voluntad. Y aquí está el misterio del mal, los hombres podemos rehusar este ofrecimiento y rechazarlo.
«El Reino de los cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo…» Y, según la costumbre, el rey envió a sus siervos para recordar a los invitados que ya estaba todo preparado y que se les esperaba. Pero los convidados no quisieron ir. Y Jesús queriendo expresar la solicitud de Dios con sus hijos, relata en la parábola que el soberano volvió a enviar de nuevo a sus servidores. La bondad de Dios se expresa en esta divina insistencia y en la exuberancia de los bienes que nos ofrece expresado en el banquete.
Amor de Dios comprometido
Dios nos ama y porque nos ama nos sirve. Y para servirnos se liga con nosotros con una Alianza. Una Alianza solemne, definitiva. Esta Alianza es un compromiso de Dios. Un compromiso unilateral, espontáneo, generoso. Nada ha aportado el hombre para merecerlo. No es un contrato. En el contrato, ambas partes se benefician. Aquí Dios no se beneficia, aquí Dios sólo sirve. Dios se compromete a darnos amor, a hacernos hijos semejantes a Él, y Dios se compromete a esto, a pesar de conocer las trazas del corazón humano perversas desde su mocedad, por más que el hombre peque y blasfeme.
Esta Alianza es un compromiso de Dios por el que se compromete a hacer bien al hombre cerrándose toda posibilidad de volverse atrás. Y se cierra toda posibilidad de volverse atrás no por algo que el hombre le dé por lo que quede obligado, sino por su misma fidelidad, por el mero hecho de hacer bien, de hacer feliz a otros.
La alegría de Dios: hacer bien. Y hacerlo donde más lo puede hacer: en el machacado, en el pecador. La vida de Dios: hacer bien. Es triunfo de Dios el anunciar que un pecador ha sido absuelto. Le duele el pecador. Quiere la salvación del perdido, le pertenece, le duele su andar errante. Dios es de una tan incomprensible misericordia que su mayor alegría consiste en perdonar, en salvar.
Respuesta a la invitación Divina
Esta Alianza generosa de Dios exige una respuesta en el hombre. El Señor ofrece bienes inimaginables y los hombres, en muchas ocasiones, no los valoramos. Con mucha pena debió Jesús relatar esta parábola. Es la repulsa al amor de Dios a través de los siglos. ¿No se podría aplicar a nuestra generación, que se preocupa más de conservar la salud física aún a costa de la salud espiritual? ¿No será la historia de nuestros días en que se rechazan las leyes puestas por Dios y, en consecuencia, a Dios mismo?
La aceptación de Cristo o el rechazo de Cristo es lo que divide, lo que dibuja ya desde este mundo las fronteras del Cielo y del infierno. Yo vivo en mí un dramático proceso, luchan en mí para conquistarme Dios, en Cristo y por medio de Cristo, y Satanás, en el mundo y por medio del mundo. La desembocadura de este proceso es única: mi aceptación de Cristo o mi rechazo de Cristo.
Ante la salvación, no hay ninguna excusa que sea razonable: ni campos, ni negocios, ni familia, ni salud, ni bienestar… Hoy los pretextos que algunos aducen para no responder a las amables invitaciones del Señor son semejantes a los que leemos en la parábola: no aceptan la salvación de Dios y se excluyen voluntariamente por preferir otra cosa. Se quedan con lo que eligen y pierden lo que rechazan.
El vestido de fiesta
Es muy grave rechazar la invitación divina, vivir como si Dios no fuera importante y el encuentro definitivo con Él estuviera tan lejano que no mereciera la pena prepararse para él.
Dice también la parábola que el Rey, al ver que los convidados no hicieron caso, e incluso algunos mataron a sus servidores, montó en cólera y envió sus tropas que acabaron con esos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Después mandó a sus servidores a los cruces de los caminos para invitar a todos los que encontraran. Una vez que el banquete se llenó de comensales, el Rey salió y reparó en uno que no llevaba vestido de fiesta. Le reprendió y lo hizo atar de pies y manos para arrojarlo a las tinieblas.
Tremendo relato el de este pasaje evangélico. El convidado había acogido la invitación, seguramente para beneficiarse de la comida y esplendidez de la fiesta, pero no estaba a la altura de las circunstancias, no llevaba el vestido adecuado.
Este vestido es el vestido de salvación, el manto de la justicia, el vestido de la vida y de la gloria; que no envejece, que nunca pasa; es símbolo de los dones escatológicos de Dios y de la pertenencia a la comunidad de Dios. Una exigencia, un imperativo tiene tu vida: la conversión. Tu vida es tu hora, tu oportunidad. Y ésta, tu única hora (oportunidad), tiene un imperativo: la conversión. Viste el vestido de la gracia antes que llegue tu muerte. ¡Vístetelo HOY!.
La conversión, la penitencia es el traje de fiesta. Y ¿por qué ¡hoy!?. Porque para Dios toda tu vida es un HOY. Además, mañana puede ser tarde. Puedes morir hoy. La llamada de Dios que es la muerte puede sobrevenir en cualquier momento. ¡Ay, del que no esté preparado!
El remedio eficaz
Y la conversión y la penitencia es precisamente la llamada de la Virgen María en Fátima. Nos pide con tristeza que no ofendamos más a Dios que ya está muy ofendido y repite con insistencia que recemos el rosario todos los días. La misma Hermana Lucía aseguró que la Santísima Virgen dijo que «los últimos remedios que Dios daba al mundo eran: el Santo Rosario y el Inmaculado Corazón de María» y que «el Rosario es el arma de combate de las batallas espirituales de los últimos tiempos”.
Si queremos triunfar, si queremos vestir el traje de fiesta para ser recibidos por el Rey con alegría, acojamos el mensaje de María y vivámoslo en clave de esperanza. Ella nos llevará al triunfo, el triunfo de decidirnos a profesar sin glosa el seguimiento de Cristo.