Ocurrió en Barcelona, España. Era el 16 de julio, festividad de Nuestra Señora del Carmen, y en las Ramblas y llano de la Boquería se veía un grupo que iba engrosando por momentos. Los hombres estaban llenos de admiración y las mujeres lloraban enternecidas.
¿Qué sucedía? Un acto muy común entre los primitivos cristianos y en la Edad Media, pero muy raro en nuestros tiempos descreídos.
Un hombre de mediana edad, tostado por el sol de los trópicos, vestido de un hábito burdo, ceñido con una cuerda y atada al cuello una larga cadena que le arrastraba por el suelo, andaba a gatas, y desde el barrio marítimo de la Barceloneta se dirigía de aquella suerte al templo de Nuestra Señora de Belén.
La fatiga que esto ocasionaba al penitente era indecible. Sus rodillas se habían desollado a causa de la distancia, y gotas de sangre marcaban en el empedrado las huellas que dejara su paso. El peso de la cadena, lo violento de su posición y el sol canicular que caía sobre su cabeza, le hacían sudar a mares y ocasionaban un resuello fatigoso, moviendo los ánimos a compasión.
Agotadas sus fuerzas, y casi desfallecido el infeliz, si así podemos llamarle, subió las gradas de piedra del grandísimo y bello templo, y prosiguió arrastrándose hasta la capilla de la Virgen del Carmen, iluminada por mil luces.
El Escapulario y el voto
Llegando frente al altar, besó tres veces el suelo, se incorporó sobre sus rodillas y poniendo los brazos en cruz, según se lo permitía la fatiga, exclamó sollozando:
“¡Gracias, Madre mía! ¡Gracias, Virgen del Carmen! No en vano invoqué vuestro auxilio en deshecha tempestad. Nuestro buque iba a sumergirse en el airado Océano. Íbamos a morir sin remedio y el recuerdo de mis pobres hijos y de mi desgraciada esposa me hacía llorar.
En medio de la desesperación de mis compañeros, recordé las oraciones de mi madre y de mi esposa; tomé el Escapulario que ésta me había colgado al cuello el día de nuestra despedida; le estampé un beso de ternura y, volviéndome hacia el cielo cubierto de nubes y cruzado por el rayo, entre la voz tremenda del trueno y el bramido de las olas que iban a tragarnos, hincado de rodillas grité: ¡Virgen del Carmen, salvadnos, que perecemos! Tened piedad de nuestras esposas y de nuestros inocentes hijos. Hago voto, si nos libráis de la muerte, de visitaros en vuestra capilla del Carmelo, en el templo de Belén, en Barcelona, arrastrándome por el suelo con una cadena al cuello.
La Virgen escuchó mi voto; calmóse al instante la tempestad y el arco iris brilló en el firmamento. Allí os vi a Vos, Madre mía, como en trono de mil colores, con vuestro manto blanco y vuestro hábito pardo del Carmelo”.
Así dijo en medio de la conmoción de todos los circunstantes. Luego trató de levantarse y muchos se acercaron para auxiliarle, haciéndole sentar en una silla.
Se empezó un oficio solemne en honor de la Virgen del Carmen. El vasto templo estaba completamente lleno de fieles. Nunca un oficio ha sido oído con más devoción.
Aprende la lección del marinero. En las penas, tentaciones y peligros, olvides invocarla así: ¡Virgen del Carmen, salvadnos, que perecemos!
Fuente: D. Francisco de Paula Capella, «La Hormiga de Oro» del 16 de julio de 1887.